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LO INEVITABLE

“Yo que pensaba hoy no es mi día” (Pedro Navaja)

Siempre me gustaron los canallas. Cuando lo vi llevaba colgada sobre los hombros una chupa de cuero negra, tachonada de clavos resplandecientes que competían con el reflejo carcomido de las luces de la cantina sobre sus gafas oscuras. Se sentó ante la barra y pude percibir el resplandor dorado en su sonrisa. Pensé entonces que tanto esfuerzo por no pasar desapercibido debía de estar causado por una gran melancolía alimentada cada día con un frenesí sólo aparentemente apático. Entonces, por primera vez en mi vida, sentí lo que era la piedad, y supe que ya estaba perdida.

Mientras él consumía lentamente su whisky con ginger ale, yo adivinaba cómo a mi espalda su mirada iba recorriendo cada uno de los recodos de mi cuerpo, dejándose resbalar por ellos como si sus manos quisieran quebrar bruscamente el cristal de esparto emocional en el que había aprendido a refugiarme para poder sobrevivir a la desdicha. Entre trago y trago, tarareaba una canción lejana que me hizo volver de un fogonazo a una infancia feliz, antes de iniciar aquel tortuoso sendero por hospicios y extraños padres de acogida que utilizaban mi presencia para ensañarse contra el mundo. Fue entonces cuando comencé a percibir cómo me estaba dejando caer por el tobogán de una añoranza que presagiaba la tragedia. Volvía a ser la niña que necesitaba que la abrazaran y le dijeran que todo estaba bien, que el mundo era un lugar hermoso, donde alguien profundamente frágil podría recomponer su vida y hasta llegar a ser feliz, como en los tiempos anteriores a la desventura.

Había soñado en multitud de ocasiones con este encuentro, aunque en mis relatos oníricos mi héroe siempre se presentaba impecablemente trajeado y me llamaba dulcemente mi pequeño jilguero, como hacía mi padre de pequeña, mientras me sacaba a bailar un vals antiguo en una pista llena de luz. Mi paladín tenía el rostro de alabastro, como salido del anuncio de un perfume; la mirada del sosiego de las tardes de verano alrededor de la merienda. En mis fantasías sus manos semejaban palomas en vuelo, que ahormaban la felicidad en los pliegues de mi entrega, y su voz maceraba en mis oídos historias de princesas que terminaban viviendo felices en hermosos palacios de cristal.

El hombre me preguntó si podría invitarme a un trago, y mientras escuchaba el letargo suave de sus palabras sentí que mi cuerpo empezaba a entregársele en ofrenda. Me sonrió tiernamente y la magulladura de su boca hizo que deseara sorber cálido dentro de ella el trago que me brindaba. Le contesté que no podía, que estaba trabajando y no se nos permitía, y él percibió el temblor de la blusa y de la voz, ese estremecimiento en ciclón que anticipa la detonación del deseo. Me volví para no sucumbir a esa tentación ardiente que había empezado a abrir grietas en el baluarte obstinado de mi voluntad, y porque no era capaz de resistir el farallón de soledad contenido en su mirada.

Supe que no había posibilidad de redención. Y tuve miedo. Un miedo feroz a volver a repetir las escenas que presagiaban lo terrible, el aroma del alcohol antes del golpe, la voz cuchicheándome al oído como un arrendajo desquiciado, los ojos como cuentas de vidrio a punto que quebrarse bajo las venas tumescentes, las manos como cuervos incendiados, impulsadas por la pestilente ansia de domeñar la carne y hacerla suya, el sonido de la puerta abatiéndose detrás para no permitir que nadie escuchara sus bramidos, el cuerpo lleno de escamas cual cuchillas clavándoseme dentro, el sabor del semen como un desgarro de astillas congeladas en la garganta… Los peores cardenales son los del alma, y me juré que esta vez no pasaría, que no volvería a arrastrarme por esa noche eterna.

Entré en el almacén. Un olor a vino rancio y a carne putrefacta me golpeó en el centro del estómago, desencajándome la calma como si fuera una serpiente constrictora, y tuve que pararme ante la arcada. Abrí la caja fuerte en la que sabía que se encontraba escondida una Colt con el tambor lleno de balas, superviviente de otros tiempos más confusos. La cogí fuertemente entre mis manos, sintiendo su escalofrío, como un reptil a punto de clavarme su veneno, y la acaricié confiándole a ella la promesa que acababa de hacerme yo a mí misma. La escondí debajo de mi falda. Salí rápidamente de allí, y me volví a colocar detrás de la barra. La música sonaba metálica y remota, y una túnica de humo impedía distinguir claramente a las pocas parejas que bailaban en amasijo pegadas en la pista. Se escuchó la metralla brusca de unos gritos, y una mujer molesta empujó lejos a un hombre que apenas podía sostenerse en pie, y que se tambaleó mientras balbuceaba: puta, eres una zorra, eres una puta zorra…

El hombre de la chupa oscura no dejaba de mirarme, mientras el cabrilleo de su perfume de incienso y sus ojos cansados me llenaban de palpitaciones acuosas y promesas huecas, de sueños imposibles, de lejanía de puestas de sol, distanciándose a la velocidad de las carreteras, de paisajes escondidos de luz y verde, de trigales mecidos como mariposas al viento, de niños corriendo junto al mar, de cascabeles de risas, de caracolas… Tenía que hacerlo ahora, antes de que la fragancia de lo imposible me triturara la razón y volviera a hacer que me entregara ofuscada, ante la esperanza demencial y feroz de que esta vez sería diferente.

Le sonreí y le invité a que saliéramos al callejón a fumarnos un cigarro. Me contestó, cuando quieras, muñeca, y supe entonces que no había vuelta atrás, que la decisión ya era irremediable. La distancia infinita entre el pequeño jilguero soñado y la muñeca escogida para dar forma a nuestra desdicha vaticinó en estampida el naufragio consumado. Esta vez sería todo o nada.

Me adelanté y me dirigí despacio hacia la puerta, intentando que no se me resbalara el miedo por los ojos. Sus pisadas resonaban huecas sobre la madera mohosa, mientras la canción del Cadillac Solitario les servía como banda sonora cadenciosa: y dice la gente que ahora eres formal y yo aquí borracho en el Cadillac…. Él sujetó la puerta sin dejar de sonreír, con una melancolía antigua que me impedía respirar, y me dejó salir. La luna había convertido el callejón en el recóndito escenario de una película en blanco y negro, y la oscuridad, como una extensa pradera engrasada de alquitrán, escarbaba brillos entre las hendiduras de las cosas: cubos de basura con orificios plateados, plásticos chispeantes por la lluvia, residuos de tabaco consumidos hasta el límite, en los que se podían rastrear restos cuarteados de un carmín barato.

Me coloqué frente a él mientras esperaba a que sacara la pitillera. Él se aproximó a mí, colocó sus firmes brazos alrededor de mi cintura y me enlazó dulcemente. Podía escuchar su potro corazón latiendo junto al mío. Me dejé llevar, como si fuera el último deseo concedido a un condenado a muerte. Todo llega siempre tarde a mi vida, pensé. Acercó sus labios a los míos con la lentitud de la lluvia en el otoño, y la polilla de la tristeza se posó para siempre en mi corazón. Mientras sentía cómo la demencia cálida de su boca buscaba en la mía mi nombre verdadero, saqué la pistola y, antes de dejar que un arrepentimiento insensato pudiera dar al traste con la decisión tomada durante siglos, apreté el gatillo.

Un estruendo atroz como de trueno estampó su huella en las paredes brumosas del callejón, y un gato ataviado a juego con la noche huyó precipitado desde su atalaya en un contenedor. Vi cómo el cuerpo del hombre caía al suelo instantáneamente, como un edificio en ruinas demolido, cercado por la argolla creciente de un charco de sangre que iba desdibujando lento su contorno esférico perfecto. Lejano se oyó el sonido de una sirena, y yo me senté en el suelo a esperar lo inevitable, mientras pensaba que siempre me gustaron los canallas.


Asunción Escribano

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