Tuve una deuda con su mirada desde la lectura de sus primeros versos: “Reina una luz unánime que iguala/ a todo ser, al darle a cada uno/ su cantidad exacta de presencia”. Antonio Cabrera tenía entonces 41 años y sorprendió al jurado del Premio Loewe que le concedió aquel año (1999) su galardón al libro titulado En la estación perpetua, con el que después obtendría también el Premio de la Crítica.
Más tarde vendrían Tierra en el cielo (2001), un precioso libro lleno de pájaros; Con el aire (2004), que recibió el XXV Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla; Poemas (2008); Piedras al agua (2010), finalista del Premio Nacional de Literatura; Montaña al sudoeste, Antología poética (2014); Corteza de abedul (2016); El desapercibido (2016); y Gracias, distancia (1019), su último libro, de aforismos.
En el mes de mayo de 2017, jugando con el hijo de unos amigos al balón, se cayó y se golpeó en el cuello, fracturándose la médula. Desde entonces permanecía sujeto a su silla de ruedas, y escribía dictándole al ordenador o a su mujer.
Ha querido la casualidad (o el destino) que sea, precisamente, este último libro, Gracias, distancia, el que yo reseñara esta última semana, sin imaginar que dos días después de realizar yo mi crítica iba a fallecer su autor. Algunas de las reflexiones que aparecen en él nos permiten imaginar el estado de lucidez (derivado etimológico de “lucir”, es decir, “resplandecer”) profunda en el que se encontraba: “el que ve sombras ve más”, “alabar es poner en la luz”, “la luz no suena, pero clama y reclama”.
Tengo una deuda con su mirada desde la lectura de sus primeros versos. A él lo ha reclamado ahora la Luz, esa que persiguió en sus poemas y que sentía ya presente en sus últimas palabras. “´Hazme callar`, termina pidiéndole la mente al ojo”, fue su último pensamiento publicado. Ahora que él se calla dejará nuestra poesía más oscura y más sombría. Descanse en paz.