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AUTOBÚS DE FERMOSELLE

En los dos puede percibirse cierto desencanto y el rechazo implícito (o explícito) del tiempo y del mundo que les ha tocado vivir, aunque con actitudes diferentes. Los dos han compartido, merecidamente, premio, el XXXIV Premio de poesía Hiperión, otorgado a poetas menores de 35 años. Y en ambos se percibe una profunda formación. Los dos son libros maravillosos, de obligada lectura. Son: Autobús de Fermoselle de Maribel Andrés Llamero, y Los días hábiles de Carlos Catena Cózar.

Autobús de Fermoselle de la salmantina Maribel Andrés Llamero, que toma su título de un poema de Agustín García Calvo, es un poemario con una gran unidad temática y emocional. Está cruzado por una melancolía temblorosa que se incrusta suave en el presente, vinculándolo a los lejanos días de la infancia. En él se percibe un deseo de transmitir la claridad de la mejor Castilla, a pesar de estar teñida por esa leve tristeza ya nombrada, a causa de lo que se percibe fugaz y a punto de desaparecer.

“Esto es Castilla”, comienza (y cierra) el poemario. Y a partir de este sintagma sentencioso se desarrolla toda la obra, en la que hay una asimilación del cuerpo con la tierra: “mi cuerpo tan seco,/ esta carne prieta y dura como alpaca”. Ese determinismo lo abarca todo, cuerpo y alma, sensaciones físicas y emociones puras. El sujeto lírico se hace uno con el lugar que siente como propio, debajo del cual, como en la propia tierra, y como en la propia vida, esperanzadamente siempre, “fluye un río”.

Las anécdotas de la infancia sirven a la autora para reivindicar una tierra tan dura como hermosa, igual que lo hicieron antes otros poetas, cuyo latido lírico se intuye como deuda: Antonio Machado o Claudio Rodríguez, entre tantos otros. Poemario plagado de luz y transparencia, y de algo muy verdadero que no se puede sujetar entre las manos, entre los versos, como el agua de ese río poblado de peces grises parecidos a la tierra, a los que está dedicado el poema “De azul ultramar”, y que se convierten en el símbolo de una actitud vital frente al pasado y sus paisajes, entonces desatendidos en su costumbre, ahora anhelados ante el futuro.

También hay deudas asumidas con la estirpe, en un viaje que va del esfuerzo manifestado en los dedos “como raíces” de la bisabuela, conocida a través de una imagen en un museo, hasta la herencia actual en “estos apéndices torpes, tristes,/ forjados para el sello del funcionario/ y la guitarra” del sujeto lírico. Y es en ese débito poetizado donde se manifiesta la crítica a un tiempo, y a una generación, que ya no sabe, ni valora, los esfuerzos que tuvieron que hacer sus mayores para que hoy puedan ser quienes son.

Con un lenguaje llano y claro, como la propia tierra que se poetiza y se contempla, el relato y la anécdota se convierten en el libro en espacios que sirven para cantar a un mundo que está a punto de desaparecer. Hermosísima y necesaria esa melodía que el lector siente como un rito de paso que ha sido obligado para alcanzar la madurez, vital y lírica: “Tengo estos prados metidos en los ojos/ y cuando brotan me salvan/ como al paisaje. El horizonte/ se nos talló en el pecho/ siempre en pie para recomenzar./ Ya vamos, Castilla, ya vamos./ Seguimos avanzando campo horizontal, / campo tenaz”, termina el poemario.

Un libro del que uno sale reconciliado con su propia historia, inserto en una tradición literaria que viene de lejos, y que ojalá nunca se pierda.

Enhorabuena, Maribel, por el premio. Enhorabuena, Poeta, por el libro.

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