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Arder o quemar

Dos partes con título tan sugestivo como “Vulcano” y “Después del incendio” recogen los quince hermosos poemas de que consta la edición de Arder o quemar, poemario escrito por Carlos Asensio y publicado por Maclein y Parker. No es frecuente mostrar un poemario tan redondo y coherente, tan seguido, tan conseguido en definitiva. No poemas sueltos, ni siquiera acerca de un mismo tema o sentimiento. No, Arder o quemar podría decirse que es un único poema separado tan solo por la respiración entrecortada de los cuerpos que lo inspiraron.

Mas no son las caricias de Venus o Afrodita las que caprichosamente encauzan la pasión aquí descrita sino los golpes tormentosos y embravecidos de Vulcano. Porque estos versos de Carlos Asensio logran tornar novedosa la imagen elegida por el trato que el autor otorga a esta, tanto por el escenario mitológico (tan operístico en la primera parte) como por el ritmo del poemario (aun cuando el autor abandona el verso para deslizarse onduladamente por una prosa lírica cimbreada por los sentimientos). En la segunda parte, las alusiones al fuego son más dispares, si bien convergen y coinciden en ser elemento esencial de todo cuanto se siente o se narra, como si lo que nos constituyó un día imprimiese para siempre nuestra esencia: “Así no es como me quiero: doliente, volcánico, hecho/ y rehecho a base de sedimentos de tristeza”.

Nada es casual en Arder o quemar, no lo es la aparición de Prometeo o Ícaro (y no otros) entre los invitados asistentes a los versos de la primera parte. No es casual el primer verso: “No, no fue tu boca de agua la que hizo perdurar aquel/ momento”. “Boca de agua” cuando el lector desde que tiene el libro en sus manos espera fuego al abrirlo. Sin embargo ya está el autor sabiamente transmitiéndonos que no solo el fuego alimenta la fragua y que tanto Ícaro como Prometeo nos hablan desde siempre de la mesura y la ambición como inabarcables extremos, como paradoja vital entonces y ahora: “El mundo (o “la vida”, según la variante de una magistral anáfora con la que el autor encierra y resume los siete primeros poemas desde el final del primero hasta el final de “Sentir”) es una fragua donde Vulcano golpea para/ sobrevivir”. Y en este mismo sentido, tampoco es casual la metáfora geológica del seísmo final. En realidad, quizás todo el poemario sea la alegoría de un seísmo narrada con palabras en vez de ser dibujada por el sismógrafo.

Imponentes imágenes (algunas de las mejores procedentes del ámbito geológico) señalan que estamos ante un autor cuya lectura merece nuestro tiempo. Todo “Lámpara” es un gran poema en un libro de grandes poemas. Un poeta que se arriesga en el salto entre la lógica controlada de la semántica y la magia impredecible de las posibilidades del sentir, y que obtiene de ese riesgo la mejor escritura que concede la unión del corazón y la palabra. Así, la belleza del poema “Todo esto era yo” vuelve a demostrarnos que, a veces, el desamor supura los mejores versos que, en esta ocasión, llevan al lector hasta el punto álgido de Arder o quemar de la mano de trece hermosas metáforas sucesivas.

Si en los siete primeros poemas Vulcano es el protagonista absoluto, omnipresente incluso, y dota de nuevo sentido a una metáfora poderosa y tradicional del amor como es la del fuego, en los ocho que cierran el libro, tras la tempestad no viene la calma, y el paisaje tras las aguas que todo lo han anegado deja ver el humo y “la ceniza en los sexos”. Se trata de una poesía fresca y distinta, aunque cante aquello que han cantado los poetas desde siempre. En arder o quemar, en definitiva, “lo de siempre” no es sino la alternativa a que se enfrenta todo aquel que ama, todo aquel que siente y, sobre todo, todo aquel que vive.



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