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Amor

El amor atraviesa horizontal la historia humana, abrasándolo todo como un venablo incendiado.

Y allí están ellos, el granizo de la luz sobre la tierra, su lluvia esperanzada, su voz hecha de barro, los poetas, los escogidos, los elocuentes, que sienten sus lenguas abrasadas con tizones, inspirados en una desazón enferma de vocablos, ante la que no se puede volver el rostro.

El amor adquiere a lo largo de los siglos, en la voz de los poetas, todas las tonalidades de lo imposible.

El poema derrama su fertilidad sobre la tierra. Eugenio de Andrade habla del amor como se habla de un nido frágil, como de un cristal de oblea a punto siempre de quebrarse, y para ello emplea la metáfora clásica del ave como símbolo del alma, el gesto más aéreo de lo sagrado:

“El amor es un ave temblando/en las manos de un niño.[1]

Alma o ave, pequeña, contenida en las pequeñas manos de lo más pequeño, de un niño que se acerca con pasos susurrantes al ámbito de lo más puro, sin saber que lo sagrado apenas puede ser nombrado más que por los que contienen en su aliento frío toda la luz de la mañana que caldea sus palabras.

Solo a ellos les está permitido aproximarse con su huella al nombre de lo puro, solsticio en el invierno o broche de fuego del verano que pende del cielo de la tarde. La voz se calla ante lo blanco y solo existe entonces el asombro o la caricia.

La metáfora inicial no identifica (amor/pájaro), sino que crea una realidad más intensa que la incluida ya intensamente en la palabra amor.

“Cuando la transparencia recorre la distancia que separa la palabra del símbolo, cuando el cielo cerrado de la noche se abre sobre nosotros con un azul tan denso que recoge todas las gradaciones del crepúsculo, es cuando comprendemos que el asombro es la raíz del lenguaje”[2].

El asombro abre una ventana, o varias, en cascada. Porque el amor asombrado no es lo esperable, lo construido por el desgaste histórico y repetido del mostrar adolescente en abrazados cuerpos, imagen coreada en nuestros televisores y en las canciones eternamente jóvenes.

Pero en esta ocasión ese profundo intercambio afectivo, que podría parecernos imposible, es como una biblioteca reverberante y luminosa que contiene entre sus paredes todas las posibles palabras con las que se construye e insufla aliento cada día al universo.

El pájaro es la más blanca y hermosa de todas ellas.

El pájaro es lo vivo, y lo pequeño, el que habita la transparencia del espacio, el que canta y construye con sus trinos la forma más redentora de la libertad, y está preso levemente en las manos de un niño, y a la vez está consciente en su temblor de su propia libertad perdida, de sus alas entregadas a la mirada de la inocencia que descubre en la concavidad de su acogida toda la belleza de lo vivo.

Y en esa libertad cedida a los ojos de lo crédulo, a punto de dejar de ser lo único, se entrega como un trapecista haciendo volatines en el aire sin red que le sujete. Eso es el amor más puro.

El riesgo que desagarra en su cesión la propia identidad para ser temblorosamente otro.

Y después están las palabras para decirlo y construir en él una realidad paralela:

“Se sirve de palabras/ porque ignora/ que las mañanas más limpias/ no tienen voz”.[3]

Pero no se le nombra, no se le puede nombrar, sino que es él mismo el que se sirve de palabras y lo bautiza de nuevo todo.

Las palabras le pertenecen y él las engarza como en collar de cuentas transparentes, pero son ellas las que reflejan en sus vidrios de fuego toda la luz de las mañanas limpias, mudas de tibieza, de asombro y de bondad.

Porque la bondad, como el amor, no es una cualidad de la decisión, sino siempre de la entrega.



[1] Andrade, Eugenio de, “Casi nada”, en Todo el oro del día, Valencia, Pre-Textos, 2001, p. 27.


[2] Sánchez, Basilio, La creación del sentido, Valencia, Pre-Textos, 2015, p. 97.


[3] Andrade, Eugenio de, “Casi nada”, en Todo el oro del día, Valencia, Pre-Textos, 2001, p. 27.

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