Conversamos con todo lo que la vida nos ha regalado para poder dialogar con ella y sus espacios. El cuerpo es el cauce de ese diálogo abarcador e inmenso, y las palabras se ponen en este sentido al servicio de todo lo vivo.
Conversamos en el poema también con los otros y con lo otro, y el contenido de nuestro conversar dice lo que somos:
“el cultivo de un árbol se muestra en el fruto, la mentalidad de un hombre en sus palabras”[i].
La diferencia siempre es necesaria para una forma de intercambio acostumbrada, pero la identificación o, en su extremo, la identidad, también permite el diálogo de la voz consigo misma. En el hombre que ha viajado a su centro y este es el diálogo más fecundo.
La conversación necesita siempre de la escucha temprana para poder dar respuestas lúcidas, es decir, iluminadas. Todo lo demás es vano. Solo así podremos conversar con toda nuestra vida y con todo el cosmos.
El mundo entero lanza sus señales, sus cantatas de pequeños gestos cotidianos, que nos muestra en el idioma del viento, con su fuerza y también con su transparencia.
Pero sólo los poetas, los niños y los sabios han aprendido a descifrar estas señales, caliente todavía la brasa de la lengua que retiene en ella su secreto:
“He aceptado la invitación de un árbol/ y he escrito con mi dedo/ sobre la tierra negra/ de las circunscripciones de su sombra.”[ii]
En el mundo actual también conversamos con facilidad con la distancia, al cercarnos a las palabras de los otros, que cobran su forma final en un libro.
Leer es, entonces, respirar por las branquias de las letras y ascender al espacio en sus sentidos.
“Penetro en otras vidas.”[iii]
Pero en realidad siempre se penetra en otra dimensión más profunda de la vida, en el nudo íntimo y central del tronco de las cosas, superados los nudos emocionales que a nuestro alrededor se han ido formando con el desgaste de los días y de su sucesión de hechos.
Tomamos aire en los libros para poder respirar y seguir viviendo. En conversación con el tiempo y en el eterno sucederse de los instantes. Un diálogo que echa un pulso a la muerte y al deterioro.
“Llevo días leyendo –escribe Margarit-, pero ahora/ alzo los ojos porque me doy cuenta/ de que apenas sé nada de quien escribió el libro./ Me avergüenza no conocer más que su lucidez.”[iv]
Y es que, al final, no importa saber nada del autor, quién fue, qué pensaba o qué sentía… porque lo que sobrevive, pese a todo, es el diálogo, el amparo del pensamiento en nuestra vida, el destello fugaz de una emoción que sabemos cercana y bulliciosa en nuestro interior, que es la que verdaderamente nos acerque a quien nos habla desde las páginas de un libro.
Este es el que, en definitiva, nos hermana y nos une a su autor.
[i] Eclo, 27, 6-7.
[ii] Sánchez, Basilio, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Madrid, Visor, 2019, p. 69.
[iii] Margarit, Joan, “Lectura”, en La sombra de otro mar, Madrid, Nórdica, 2016, p. 50.
[iv] Ibídem, p. 50.