Sin duda alguna, el mal tiempo contribuyó hace dos días a que todos llevásemos un poco mejor la cuarentena. La nieve y la lluvia acentuaron la desolación de un paisaje desierto de antemano, y sobre el que el frío parecía dejar caer una condena imposible. La salida del sol, sin embargo, nos recuerda a todos que la vida está fuera, y la reclusión vuelve a constituir una prueba que sobrellevar. Pero el viaje va a ser largo, y habremos de acostumbrarnos a nuestra celda íntima como al mareo durante una travesía en barco.
Viendo lo positivo, creo que tenemos que aprender de la cuarentena todo lo que podamos. No digo de medicina o de pandemias, no. Me refiero a aprender algo sobre nosotros mismos. Por ejemplo, en relación a cómo convivimos con los demás. Especialmente con los más cercanos, quienes comparten espacio estos días, codo con codo, con nosotros. Dicen los sociólogos que los periodos vacacionales multiplican las separaciones entre las parejas.
De nuevo, como ayer, se nos impone el deseo. Ojalá esta cuarentena apenas dilapide el afecto en nuestra pareja; ojalá estos largos días aprendamos a fortalecer nuestras relaciones y a valorar el afecto en tiempos de crisis, cuando haya pasado todo. “Sin el amor, −nos dice Jesús Montiel− el tiempo se vuelve un cementerio”. Tenemos tiempo de sobra, llenémoslo con amor para combatir de este modo el ceniciento sabor de la cuarentena. Aprendamos a estar juntos, serenamente mecidos cual tórtolas sobre una rama sin hojas, frente al viento, conscientes de la fuerza del luminoso árbol que nos sostiene.