Desde mi encierro contemplo una porción de cielo, percibo también la línea recta de un horizonte que hoy parece no ser señal de nada bueno ante los datos, a cuyo dolor es difícil resistirse ya con nombres conocidos y cercanos. Es misión del poeta, también de todo hombre, encontrar señales en las cosas. Que lo insignificante signifique algo en lo que poder hacer perdurar el ánimo, nutrir el espíritu para poder sobrevivir. Esta serie de textos, resultado de la cuarentena, busca esto: escuchar lo que las señales esperanzadas de lo habitual me dicen.
En este retiro obligado, en ocasiones asfixiante, miro al detalle el mundo y todo me revela su sorpresa, su señal, su símbolo: una flor que quiebra con su aparición amarilla, la pesadez lenta y profunda del asfalto. Quizá me esté diciendo lo que viene. Ojalá sea así en este día. Ojalá su mensaje anticipe lo cercano: la ascensión siempre luminosa de todo lo que vive, y también su esperanza y fortaleza. Su perduración más allá de este breve instante que hoy se ha instalado lóbrego en nuestra vida.
Esa flor, sola y alejada del jardín, emerge ante la puerta cochera que lleva días sin abrirse como enfrentándose a lo que la cuarentena nos impone. Y aunque, como ha escrito Josep Maria Esquirol, “la resistencia tiende a ser más reservada que llamativa”, algo en ella me recuerda al hombre desconocido ante el tanque en la plaza de Tiananmen, adherido para siempre a nuestras pupilas desde hace treinta años. Esa flor, a la intemperie, que parece haber surgido únicamente en el vacío generado por la propia cuarentena, me recuerda también que, como dice Jesús Montiel, “un poeta nace para la intemperie”. A decir verdad, todo hombre o mujer nace para ella. Así es como la cuarentena me provee de símbolos cotidianos de las grandes lecciones de la vida.