Hoy tengo la conciencia de que no hay nada más perecedero que una palabra. Una palabra que se pierde entre millones de palabras entre millones de oraciones, entre millones de textos, entre millones de libros y discursos… No hay nada menos relevante que una palabra cuando uno contempla la historia plagada de mensajes que se ha llevado el viento. Sin embargo, también, con la contradicción que parece dominar en las grandes verdades, percibo que nada hay más poderoso. Desde el “yo tengo un sueño” o “yo acuso”, hasta el canto de miles de personas reunidas estos días, cada tarde, alrededor de un aplauso, de un “ánimo”, “todo pasará”, “ya queda menos”…
Hoy estoy extrañamente triste. Profundamente triste porque, en mi desconcierto, he llegado a dar gracias porque mi padre murió hace tres meses. Porque pude despedirme de él y le acaricié y pude decirle todas las palabras que tenía guardadas, atesoradas en el corazón como siemprevivas escondidas en un rincón del jardín, durante toda mi vida, para entregárselas en ese momento: que le quería, que se marchara tranquilo, que había sido un maravilloso padre, un maravilloso esposo, un maravilloso abuelo… Porque como escribe Raquel Vázquez: “No hay lugar más desierto que lo que no se dice”.
Escucho ahora las voces (llego incluso a oír los gritos) de aquellos que no están pudiendo despedirse de los suyos; de todos los que solo pueden mirar –tapiados con las mascarillas– cómo delante de ellos se llevan los ataúdes de sus familiares a los que solo pueden acompañar con los ojos. Y no tengo palabras. No sé qué puede decírseles que no sea un “lo siento”, “un abrazo inmenso”, un “te quiero” … No sé qué se puede decir a todos los que están viviendo este terrible instante. Nuestra civilización, tan soberbiamente evolucionada y tecnológica, no nos había preparado para esto.
No sé qué deciros. No tengo palabras. Sólo puedo acariciaros desde lejos y mantener, con los ojos llenos de lágrimas, un profundo y respetuoso silencio.