Me preocupa mucho estos días que esa distancia social necesaria para superar esta cuarentena haya venido para quedarse definitivamente. Que nuestro sistema inmunológico emocional haya creado defensas frente al tacto y sus satélites expresivos: los besos, los abrazos, las caricias…, porque si, como escribió Miguel Hernández, “la mano es la herramienta del alma, su mensaje”, nos habremos amputado un pedazo de lo más esencial de nosotros mismos. El miedo que se ha instalado en la palabra que ha generado la cuarentena, no puede hacer que nos agazapemos (preciosa metáfora verbal, por cierto, que nombra la actitud de los conejitos, presos del miedo, cuando se acercan las aves rapaces) detrás de las distancias corporales.
Nuestra lengua habla siempre de lo que es importante para nosotros, y nuestra vida está llena de matices táctiles, que se nos filtran en los mensajes; de señales como puntos en los mapas que nos hablan del amor y del peligro. Lo que nos rodea nos toca, los asuntos son espinosos o resbaladizos, la gente nos resulta áspera, tenemos que dar toques a alguien para que cambie… Temo que el humorístico “¡Pero no toques! ¿Por qué tocas?” del personaje de la ficción audiovisual se adentre en nuestro cerebro reptiliano y se instale lóbregamente allí.
Estos días he percibido, ya lo dije el Día 10, cuando he ido a la compra, que la gente se siente en peligro si te acercas más de lo debido, si perciben que el aire se adelgaza entre los cuerpos, a pesar de mascarillas y guantes … Y me preocupa que esa actitud permanezca pasada la cuarentena, como una huella del paso de la enfermedad por nuestra vida, o como un tatuaje que nos deje signados para siempre. Que se instale la ausencia en los abrazos, en las caricias, en esas manos nerudianas que “en mi pecho/ y allí como dos alas/ terminaron su viaje”, porque estoy segura de que todos somos como los bebés, que si no somos acariciados con frecuencia dejamos de crecer y se nos llena de llagas la vida.