Son demasiados días escribiendo este diario como para que no se acaben filtrando entre sus muros los temas esenciales que, no por pretender obviarlos, conseguimos eludirlos. “A veces creo que el Dolor es la única verdad”, escribió Oscar Wilde en la que quizás fue su obra más difícil de escribir, De profundis. Allí mismo reiteraba: “el secreto de la vida es el Sufrimiento”, y esas mayúsculas, en la traducción del gran poeta José Emilio Pacheco, hacían hincapié en la capacidad vertebradora de ambos términos en una vida humana.
Evocar esto en medio de la cuarentena y en vísperas de un Viernes Santo no es sino hacernos eco de una de las oraciones más desgarradoramente agónicas que he leído en mi vida, y que citan explícitamente Marcos (14, 34) y Mateo (26, 38) en la versión de Schökel y Mateos –¡qué importante cómo se escancian las palabras del odre a la jarra!– y que dice: “Me muero de tristeza”.
Cuenta Homero (versión Maciá Aparicio y de la Villa Polo) en la Ilíada que Ulises convenció a Aquiles para que, antes de la batalla y con el fin de resistir todo el día, “hasta que el sol se sumerge”, diese a los griegos “pan y vino, que eso es ardor y resistencia”. Nunca he podido dejar de pensar, desde que vinculé ambos momentos, que en la última cena era Jesús el más necesitado de la eucaristía para afrontar lo que sabía que traería el alba.
Luis Eduardo Aute, cantautor que se nos ha ido también en esta cuarentena, escribió una canción de amor que la sociedad española de los años 70 leyó en clave política. Yo misma recordaba ayer aquí que los textos importantes siempre permiten una lectura poliédrica. Por eso creo que “Al alba” puede escucharse también desde el sufrimiento de Getsemaní: “Si te dijera, amor mío,/ que temo a la madrugada,/ no sé qué estrellas son estas/ que hieren como amenazas,/ ni sé qué sangra la luna/ al filo de su guadaña./ Presiento que tras la noche/ vendrá la noche más larga,/ quiero que no me abandones,/ amor mío, al alba”.