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Nombre

El nombre nos condiciona desde nuestra llegada al mundo. “Llevo en el nombre a la humanidad naciente, pero pertenezco a una humanidad que se extingue”, escribe Adam, el protagonista de Los desorientados de Amin Maalouf. La ubicación nominal nos sitúa en el presente como un don y lleva inscrita en ella toda la genealogía afectiva y estética de los ancestros, su pasillo genético que penetra nuestra historia y la rebosa en su recreo de luces y de sombras. “Oigo decir mi nombre (les digo) y dudo,/ aunque al final siempre me vuelvo/ y empiezo a recordar. Soy yo, pero buscándome/ lejos de aquí y en otro tiempo”.[i] El nombre también nos ata a la historia, a la nuestra y a la de los otros, aunque con frecuencia no queramos formar parte de esta línea de luz que nos engarza como cuentas de collar a nuestros semejantes. El nombre despliega la multitud de posibilidades de hacer real la variedad, y a la vez nos unifica en nuestro ser, único e irrepetible.

Antes del nombre sólo existía la unidad, la falta de conciencia del límite, el agua desbocada de pantanos, lo desmedido y en él la pertenencia a cada cosa y en cada cosa al todo. “No había distancia entre el nombre y lo nombrado, entre el sonido y el eco: caballo, elefante, gallina, mirlo. Era hermoso el mirlo y luminoso el tulipán y probablemente perfecta la rosa, pero tú no podías definirlo como hermoso porque no había valoración”[ii], escribe desde la experiencia del Paraíso Lourdes Ortiz. Los nombres establecen los límites entre los objetos y la identidad en las personas. Impresionan su huella en el aire que les cobija y se ajusta a sus formas.

El nombre acuerda nuestros límites y nos dice profundos. Nos señala también como los que somos ante los demás. Los otros que, cuando se acercan, desean también saber la palabra que nos nombra, o el adjetivo que quiere decirnos exacto, y ante cuya imposibilidad fracasa poeta y hombre, como bien reconoce Ángel González: “Aborrezco este oficio algunas veces:/ espía de palabras, busco,/ busco/ el término huidizo,/ la expresión inestable/ que signifique exacta lo que eres.”[iii] Ningún término podrá acoger jamás la totalidad de la experiencia, sea esta la que sea. Y esta es la precariedad de los poetas que tantean la realidad queriéndola decir -fracasadamente- total. Continúa, así, el poeta consciente: “Inmóvil en la nada, al margen/ de la vida (hundido/en un denso silencio sólo roto/ por el batir oscuro de mi sangre),/ busco,/ busco aquellas palabras/ que no existen”.[iv]

Rozar la palabra que persigue los destellos de un incendio que sucede ante los ojos, es la experiencia universal de todo aquel que escribe. “De cada maravilla irrepetible/ queda un eco que evocan las palabras:// rescoldos del incendio./ Tratando de evocar la llama viva/ de todo ese esplendor traducimos sombras”, describe la poeta Pilar Pardo[v], nombrando con música ese ahogo que domina a quien intenta dar cabida del mar inmenso de la vida y su experiencia en un pequeño cubo hecho de palabras.

También el que lee a veces siente que los textos no llegan a alcanzar, ni siquiera la rozan, toda la verdad vivida, que no hacen sino aproximarse al brocal de un pozo luminoso y profundo, cuyo fondo solo se puede intuir. La vida intensa produce luz, y su reflejo en la literatura solo puede ser sombra. Así ocurre también, con frecuencia, con la vida y su caminar acelerado. El paso del tiempo nos va robando poco a poco nuestro nombre, y con él nuestra identidad y comienza el desconcierto de habernos perdido lejos del paraíso que fue la infancia cuando empezamos a ser adultos. “En aquel momento no perdí la inocencia/ sin la idea de continuidad/ esperar que las series de números/ siguieran una progresión lógica// perdí mi nombre las algas/ partes imprescindibles de otros cuerpos/ por ejemplo el lóbulo de una oreja (…)”.[vi]

Al poeta, oferente de palabras iluminadas por la claridad consistente de la gracia, le salva siempre de la hondonada letárgica del vacío, la plegaria: “Que crezcan lentamente/ las palabras// bajo la luz/ bajo la gracia”, escribe Ernesto Kavi[vii] fatigando el rezo con la dilatación del tiempo generoso cuando se posa como reluciente libélula sobre el poema.

[i] Valero, Vicente, “El día que llueva”, en Vigilia en cabo sur, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 41.


[ii] Ortiz, Lourdes, Voces de mujer, Madrid/Valladolid, Iberoamericana Editorial Vervuert/Cátedra Miguel Delibes, 2007, p. 88.


[iii] González, Ángel, “Las palabras inútiles”, en Palabra sobre palabra, Barcelona, Seix Barral, 2000, p. 178.


[iv] González, Ángel, “Las palabras inútiles”, en Palabra sobre palabra, Barcelona, Seix Barral, 2000, p. 178.


[v] Pardo, Pilar, Temporada de fresas, Sevilla, La isla de Siltolá, 2010. Ebook.


[vi] Reyes, Miriam, “En aquel momento no perdí la inocencia”, en Andújar Almansa, José, Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Una antología), Valencia, Pre-Textos, 2018. p.110.


[vii] Kavi, Ernesto, La luz impronunciable, Madrid, Sexto piso, 2016, p. 29.

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