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Silencio (II)

Es imposible no acabar llegando desde la palabra al silencio. Pero también se arriba a él desde la escritura. La escritura como escucha exige transparencia, puesto que toda envoltura corporal le estorba. Tiene mucho del silencio exigido a los contemplativos, quienes blanquean la lóbrega inquietud de la gangrena del hacer con la cal del retiro. La escritura, entonces, se vuelve escucha firme, silencio en la piel, a no ser que sea ésta pincel que dibuje la íntima abundancia del amor. Del centro mismo del silencio surge y brota la experiencia misma del nombrar, esa “música callada” que nombraba, de manera aparentemente paradójica, San Juan de la Cruz. Es, por tanto, una forma de rezo que apela a ese instante inicial donde todo estaba unido, sin haberse estirado aún el horóscopo de los minutos, sin haber multiplicado aún el brote de la luz su tiempo.

En no pocas ocasiones el creador busca el silencio como laboratorio o matraz en que mezclar los ingredientes ya inspirados de la obra. El poeta, por ejemplo, recrea el momento íntimo de silencio nocturno en el que amasa sobre el folio la escritura: Escribo ya con la noche/ en casa. –canta Eugenio de Andrade- Escribo/ sobre la mañana en que escuchaba/ el rumor de la cal o de la lumbre/ y solo tú eras/ quien decía mi nombre./ Escribo para llevarme a la boca/ el sabor de la primera/ boca que besé temblando./ Escribo para ascender a las fuentes./ Y volver a nacer.”[i] Se asciende así costosamente, al origen bautismal de la escritura, “Escribo para ascender a las fuentes./ Y volver a nacer”, a su origen temporal y vital, a esa agua en la que se anuda históricamente tanta simbología. Útero o matriz, la escritura exige de quien le entrega su vida abrirse a la oquedad, vaciarse del tiempo, para poder volver a hacer en cada signo, en cada verso, en cada texto… del pasar de los días, profunda vida.

Tal vez esto sirva, en definitiva, para que lectura, escritura y silencio nos devuelvan al mundo al que pertenecemos modificados: más sabios, más lúcidos, más benevolentes, más verdaderos… más misericordiosos. “Quise callar. Sin embargo, el tiempo me obligó a reflexionar y me di cuenta de que era imposible”[ii]. La tentación del silencio siempre acecha al escritor. No se puede decir lo que se quiere decir, lo que no se sabe nombrar, adónde no se puede llegar: “Qué vuelo aquel de lo que no se puede/ decir, qué ala para lo innombrable”,[iii] reconoce Fernández Gonzalo. Entonces el silencio es el territorio de la salvación para el cronista de lo vivo, ya que el megalito de la realidad se le impone como demasiado intenso, y las palabras por que más que se estiren no llegan, el silencio entonces siempre espera para nombrar “esta pureza de las cosas/ inmediatas.”[iv]

También el silencio puede ser tierra feraz donde se planta la semilla para que brote cuando ya están cansados nuestros ojos, y también nuestra esperanza. Porque al final del silencio sólo puede brotar la luz de la aurora: “Orador implacable y solitario:/ no importa que tu palabra/ caiga/ como una piedra sobre el agua/ y se hunda.// No importa que el silencio/ de los que no te escuchan/ alce/ una barrera fría e implacable/ en torno a ti.// Espectáculo ardiente y abnegado,/llama que te consumes en tu esfuerzo,/ arde un momento, y calla./ Y luego,/ tras el instante enorme del silencio,/ cuando la tarde se convierta en sombra,/ verás brillar contra los imprecisos/ pabellones lejanos/ la roja luz, reflejo de tu aurora.”[v]

[i] Andrade, Eugenio de, Los surcos de la sed, Madrid, Calambur, 2011.

[ii] Márai, Sándor, Lo que no quise decir, Barcelona, Salamandra, 2016, p. 9.

[iii] Fernández Gonzalo, Jorge, “Lo perdido”, en Arquitecturas del instante, Madrid, Rialp, 2010, p. 13.

[iv] Ibídem, p. 13.

[v] González, Ángel, Palabra sobre palabra, Barcelona, Seix Barral, 2000, p. 117.

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