La súplica es una forma de la permanencia. Y permanecer, a su vez, es el modo más lírico de la resistencia. Una manera de intimidad con lo sacral, el pañuelo en el que se contienen en un cajón sin nombre las cuentas del collar roto de la vida, que no admite su confrontación con el mundo. Porque el mundo está hecho para la delgadez de los salmos, para el abandono de la piedad, para la arena hueca de los hechos sumados como cifras, en los que se desangran los desafectos.
Pero la permanencia exige un eje íntimo sobre el que pueda sostenerse todo el silencio que cabe -con un estremecimiento profundo- en la mirada de un hombre. La súplica, callada o en voz alta, exige la conciencia constante, exige un viaje contra la lógica y una emboscadura en la palabra como llave en la que guardar el cofre callado de la súplica. Dos son los extremos de ese convenio luminoso: el hombre permaneciendo fiel, y la palabra entregada a él, como el sello de unos esponsales en el encuentro íntimo de los ojos en los ojos en la noche de bodas, o como la piel enardecida en la disolución sincrónica de los cuerpos esa noche.
Después, el hombre siente la necesidad de entregarse amorosamente al objeto de su amor, con el que comparte el canto, porque, “detrás, detrás/ de todas las palabras que me dices/ está ardiendo en el cántico mi vida”.[i] En esa permanencia fiel se contiene todo el sentido de todo, y el espíritu se revela en la manera de un firmamento íntimo en el que calentar los miedos de las noches oscuras.
Cuando se encuentra el centro, el nudo, el átomo interior de la lumbre, solo se puede –luego- hablar con lo pequeño en el crepitar de la calma que sostiene el paladar de las palabras, y en ese hueco puede construirse un hogar perdurable: “Quedarse en lo pequeño/ Y en lo desatendido,/ En el mundo letal de las cunetas./ Ensayar desde ahí/ Otro modo de amor./ Convivir con la herida/ Que sangra y sangra y sangra./ Conseguir que las sílabas/ Actúen como vendas protectoras/ Frente a tanto dolor./ Quedarse en lo pequeño/ Y en lo desatendido,/ Frente al poder voraz/ De tantos comisarios/ Que lleva a la mentira.”[ii] Porque lo pequeño no balbucea, sino que impone su verdad sobre el abismo, impone su aguacero inmenso de bendiciones, el canto de un pájaro que adorna, a partir de entonces, nuestro transitar sobre los días. La resistencia también tiene ese nombre: lo escondido. Lo que no se mira por pequeño, lo transparente, que es una exquisita lumbre sobre el mundo.
La conciencia de la separación tiende, entonces, hebras de súplica que nos atan a lo sagrado y buscan encontrar en el nudo el espacio de la respuesta. La piedad del mundo inclina así su fervor sobre quien la implora. Como una flecha golpea el centro de la vida y la transforma. Y se inicia el ruego como manera de ser, de trenzar continuo el tiempo, de extraer el agua bautismal de los lamentos.
La súplica también busca el centro y también el tanteo que le precede: “Para mis días pido,/-señala Piedad Bonnet- Señor de los naufragios,/ no agua para la sed, sino la sed,/ no sueños/ sino ganas de soñar./ Para las noches,/ toda la oscuridad que sea necesaria/ para ahogar mi propia oscuridad.”[iii]
[i] Iniesta, José, “De los días contigo”, en El eje de la luz, Sevilla, Renacimiento, 2017, p. 29.
[ii] Puerto, José Luis, “quedarse”, en La protección de lo invisible, Barcelona Calambur, 2017, p. 60.
[iii] Bonnet, Piedad, “Oración”, Lo demás es silencio, Madrid, Hiperión, 2003, p. 106.