Todos seguimos el eco de una voz. Nacemos a la vida y al mundo cuando respondemos a su llamada. Después el bosque de los ruidos hace que perdamos su sonido, y su claridad se vuelve muy confusa. Mucho después de este después volvemos a buscarla, y perseguimos por el tiempo la música que nos nombró porque no hay sonido que pueda comparársele.
Antes de empezar ser (si es que alguna vez llegamos a ser del todo) la buscamos como el niño mudo lorquiano: “En una gota de agua/ buscaba su voz el niño, // (La voz cautiva, a lo lejos,/ se ponía un traje de grillo).[i], en una gota de agua, o en el canto de esos grillos a los que Mallarmé bautizó tembloroso como “la voz sagrada de la tierra ingenua.”[ii] Ese canto que repite la frecuencia aguda e imposible del canto de los ángeles.
La voz de un poeta nunca está sola. Debajo de las sílabas que nombra en estado casi de profecía laten las palabras que le hermanan a la tribu. Se pulsan todas las voces que le precedieron y que le sembraron de poesía la mirada. Palpitan las experiencias y paisajes que alguien, antes que él, contempló y experimentó por primera vez y, también por vez primera, nombró delimitándolos y haciéndolos únicos. También sus palabras se estiran al futuro y, dirigiéndose a él, generan nuevas huellas, se vuelven cárcavas para que la voz que les suceda pise las señales y en ellas contemple el idioma del mundo y del espíritu que le precedió. En ellas busca anudar la memoria colectiva.
La palabra es, por tanto, una voz que perseguimos con la desesperación de los conjuros. Un camino al que quisiéramos conceder el poder de los milagros: “Si sólo unas palabras verdaderas/ pudieran aclararnos los enigmas,/ palabras verdaderas como hombre,/ antaño talismán contra la esfinge.”[iii] Ese es el deseo que persigue íntimo el poeta, el desvelamiento, la entrega del sentido y de la luz que sostiene bajo su leve pábilo toda la fragilidad de las cosas de este mundo.
[i] García Lorca, Federico, “El niño mudo”, en Poesía Completa, Barcelona, Galaxia Gutemberg/ Círculo de lectores, 2013, p. 348.
[ii] “Yo no conocía sino el grillo inglés, dulce y caricaturista: ayer solamente entre los trigos jóvenes he oído esta voz sagrada de la tierra ingenua, menos descompuesta ya que la del pájaro, hija de los árboles en medio de la noche solar, y que tiene algo de las estrellas y de la luna, y un poco de muerte; pero cuánto más una sobre todo que la de una mujer, que caminaba y cantaba delante de mí , y cuya voz parecía transparente de mil muertes, en las cuales ella vibraba”. Mallarmé, Stéphane, “Stéphane Mallarmé: Cartas sobre la poesía”, Carta a Eugène Lefébure, 27 de mayo de 1867, en Cartas sobre la poesía, Selección, traducción, prólogo y notas de Rodolfo Alonso, Ministerio del Poder Popular para la Cultura/ Fundación Editorial el perro y la rana, Venezuela, 2008, p. 6.
[iii] Valero, Vicente, “Conjuro”, en Herencia y fábula, Madrid, Rialp, p. 31.