Nacido en Cáceres en 1958, Basilio Sánchez ha publicado más de una docena de poemarios, y también alguna obra de narrativa, y se ha hecho merecedor de algunos de los mejores premios de nuestro país, entre ellos, el accésit del Adonáis, el Gil de Biedma, el Unicaja, el Tiflos, el Ricardo Molina Ciudad de Córdoba, el Loewe, el Premio Nacional de Poesía Meléndez Valdés o el Premio Extremadura a la creación.
Gran parte de su obra poética está recogida en el volumen Los bosques de la mirada. Poesía reunida 1984-2009 (2010). Posteriormente ha publicado Cristalizaciones (Hiperión), Esperando las noticias del agua (Pre-Textos), o He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Visor).
En su último poemario titulado El baile de los pájaros, publicado en la editorial Pre-Textos, desde el inicio se manifiesta, anudada en el título, su estética: el aire se hace espacio de danza, y los pájaros bailan siguiendo la música que sólo ellos oyen, pero que un poeta puede aprender a escuchar. Por ello, comienza el libro con una cita en prosa que sitúa el lugar de la emoción, ese punto de luz que abre un túnel en la ceguera del mundo.
El primer párrafo del libro habla de la vuelta a casa, y de la recepción luminosa en ella de las cosas sencillas, la danza secreta que apunta a las verdades esenciales, que pasan desapercibidas si no se sabe mirar. “A mi regreso a casa me invadían la alegría de los pájaros, el fervor de lo vivo”. Como quien vuelve de un largo viaje y le esperan los seres amados. La expresión de la certeza que conduce al libro, y que hila los poemas y la emoción que los hizo ser.
El libro, estructurado en tres partes, comienza en su primer poema, como una toma de postura vital, reconociendo, como un Sísifo agradecido, que le ha sido encargado llevar sobre los hombros una piedra buena. Esta piedra buena tiene que ver con la asunción del instante como eternidad, y también con la experiencia del instante y del recogimiento que rima con el frío de la nieve. El hombre, reconciliado con su piedra, con su vida, dice amar las contradicciones: “la eternidad de un solo instante” y “el infinito breve de una noche”. Hecho de extremos en él unificados, también el poeta expresa la conciencia de pertenencia a un universo que no sólo sirve para contenerle y alimentarle, sino que le enseña un modo de ser más profundo y auténtico de habitarlo.
Todos los elementos de la naturaleza forman parte de la identidad del poeta. Entre ellos, quizá uno de los más expresivos, en este poemario, sea la nieve, que pone orden en el desorden del mundo y reparte el don de la blancura sobre calles oscuras y edificios. La nieve adquiere el matiz de un símbolo a lo largo de la obra. El poeta se hace uno con ella a través de una mirada que comprende, con el respeto y el recogimiento con el que se mira un “pájaro muerto”. Y con la misma sacralidad. Lo blanco, la nieve que arde expresa con su luz la participación de todo en todo, la humildad, la protección, quizá por ello el poeta reconoce que le gusta y que mantiene con ella una “amistad antigua”.
Ella que todo lo unifica también todo lo contiene, y debajo de ella transcurre la vida, “el golpeteo/ del pico de los pájaros”, “la camomila roja”, “un zumbido de abejas”, “el alma refugiada en su primer entusiasmo”. Por ello el poeta reconoce “Yo descanso en el blanco de la nieve”. Ella calma con la luz de la mañana, permite la mejor comprensión del mundo y expresa la manera más extendida y verdadera de la belleza.
Junto con la nieve, en el poemario también los bosques y los árboles nos enseñan una manera de ser simple. En este sentido, en el poema titulado “Los dones”, los árboles y sus habitantes son la expresión de la intersección de todo lo que contiene el mundo con el hombre. Por ello los animales hablan por nosotros, los álamos respiran por nosotros, y las nubes apaciguan el cielo por nosotros. El hombre que sabe de esta experiencia se hace invisible, desaparece y los deja hablar, porque su mensaje contiene una verdad muy poderosa: “Para los que elegimos caminar entre ellas,/ todas las sombras tienen sentimientos”. No se trata de una hipérbole verbal, sino vital. Es, más bien, un exceso de compasión, o de participación en la vida.
Los árboles, por otro lado, a lo largo de toda la obra, son maestros que impulsan la mirada hacia lo alto, que “perciben con sus ojos la claridad del aire”. El bosque abre ventanas a otra dimensión de la realidad, permite recuperar “el tiempo del fervor” (18). Y el hombre que camina por el bosque (“camino con mi sombra/ sin saber hacia dónde”, “camino sin propósito”, “camino silencioso”) no olvida lo que ve, y lo incorpora al sedimento de su sabiduría. Camina o se sienta en una piedra a mirar al cielo y a escuchar la sinfonía del universo. “La soledad del bosque es el refugio/ natural de las cosas/ que tienen sus raíces en lo mágico” escribe, precisamente, en el poema titulado “El bosque”. En este sentido, también los pájaros parecen enviados, ángeles en el sentido etimológico de la palabra. Todo el poemario está lleno de ellos, como testigos alados de la existencia más plena.
El hombre, por su parte, que en la obra de Basilio Sánchez toma la palabra en primera persona, es consciente de su lugar en el cosmos. Por ello contempla, experimenta, respira, aprende, vive, disfruta y ama (“Reconozco que me gusta la nieve” escribe en un poema, “amo los tres colores/ por los que pasa un pájaro hasta alcanzar el rojo”, añade en otro). El sujeto lírico, que dice pertenecer al “linaje de los tímidos” y amar el mundo, que es “sigiloso” y “nocturno”, está de paso entre todos los parajes que le rodean, y asume con serenidad su falta de certezas, experiencia que, por otro lado, es la base de la conmoción: lo que “más me emociona es lo que menos comprendo”. Por ello, en algunos poemas, intensificadoramente, se repiten formas verbales como “desconozco” (“Desconozco/ la idea de belleza/ que tienen los gorriones”, “desconozco/ cómo se ve la vida desde un árbol”).
Por ello, las descripciones de los paisajes no son puro cuadro externo, sino que en ellas se enhebra el propio sentir del sujeto lírico. Lo vemos, por ejemplo, en el poema titulado “La mañana y la sombra”, donde se comienza dibujando una mañana luminosa y humilde, y en ella como en un cuenco de agua brillante pasea un sujeto lírico “sin saber hacia dónde”. El paisaje que le rodea concuerda en ese no saber sabiendo sanjuanista, Por ello, “En una rama alta/ un vencejo defiende con su canto/ el desconocimiento primordial de las cosas.” No hay juicio en la descripción del mundo, pero sí conciencia: “Nada de lo que existe/ ambiciona ser más de lo que es”, escribe Basilio en un verso y continúa, “Camino sin propósito.” Caminar sin propósito es la finalidad no sólo de la vida, sino también del poema. Por ello, el poeta casi se podría decir que es sólo un testigo y un transmisor de esa verdad que se ha contemplado.
“Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo” señala Hölderlin en su obra Hiperión, coincidiendo en esta experiencia con Basilio Sánchez.
El silencio y la soledad son, por otro lado, unas vivencias íntimas que fusionan lo personal con lo cósmico, y de ellas aprende a estar a la escucha de un mundo que le da lecciones permanentemente a los hombres que lo habitan, sin gran trascendencia ni elevados mensajes. Sólo hace falta estar a la escucha y, más aún, sólo es necesario ser y estar: “Camino sin propósito./ Mi destino es un árbol”, escribe consciente de la relevancia de percibir el momento, y extremada la conciencia del instante.
Con una capacidad sorprendente para elaborar imágenes que son mucho más que recursos embellecedores, sino que dicen algo más de lo que parece percibirse con la mera contemplación, el lector se encuentra con recursos retóricos poderosísimos. Metáforas o personificaciones que inciden en esa comunicación y participación emocional entre todos los seres. Así podemos leer que “la montaña es un perro abandonado/ en un cruce de caminos del mundo”; o “la vida/ es una grieta/ en la corteza de un árbol/ en la que se acumula la nieve de la noche”, o “yo soy para mis hijos/ el anillo más profundo del árbol”.
Fiel a ese principio de Heráclito: “Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo”, en los paisajes de Basilio Sánchez se convierten en simétricos el cielo y la tierra “Han prendido en el campo/ las semillas del cielo/ y ante nosotros crece, silenciosa, la vida de la tierra.” Y lo hacen lentamente, con el tiempo necesario para que cuajen las cosas inútiles que brillan y generan la emoción de quien las contempla.
Y entre todas las experiencias se escogen las sencillas, pero también las luminosas. Ser poeta también es, de esta manera, una forma de mirar el mundo. Así, en “La morera” comienza el poeta aludiendo al resplandor que hace ver lo desapercibido: “Un resplandor nacido de sí mismo,/ una luz sigilosa/ lleva a un árbol/ de la materia oscura a la materia inflamada.” Y también en “La fortaleza” señala cómo “Todo está iluminado, aunque es de noche”, recordándonos a esa fuente sanjuanista, y continúa: “La ceniza con que froto mis manos sigue siendo un incendio”. De este modo, el único deseo que posee es el regalo de la luz:“Para lo que es confuso e indeciso/ sólo pido un día claro”, escribe el poeta en el texto titulado “Un día claro”.
Por otro lado, el libro está cruzado por una poética implícita y explícita -todo el poemario es una poética y la expresión de una forma de estar en el mundo, que también es una manera de la escritura que tiene que ver con el acorde, con la armonía entre percepción y realidad. Escribir es para el poeta “trabajar con las manos”, como un orfebre que diera forma a un metal dúctil, al que se acerca con agradecimiento y respeto, “por un deseo profundo/ de acercarme a las cosas y cuidarlas” señala. No sólo se expresa lo que para el autor es la poesía (“La poesía es una alfombra para huéspedes” escribe en “Siempre hay alguien que cuida”), sino también lo que es ser poeta (“He aprendido a sentirme responsable de lo que no conozco” escribe en el mismo poema).
Ser poeta parecería, por tanto, que tiene más que ver con una responsabilidad con lo vivo que con una simple palabra bien dicha. Es una manera de estar en el mundo y de nombrarlo, de dar la bienvenida a los otros y de asumir la responsabilidad sobre ellos. Poesía y vida, como señala nuestro querido Antonio Colinas han de ir fundidas.
A la vez, la poesía es cauce y camino. En “Acorde”, “la poesía, sin saberlo/ nos acerca hasta aquellos con los que compartimos/ una misma cadencia”, por lo tanto, también actúa el poema a modo de imán con lo semejante. Y al tiempo es también desnudez. En ella se resquebrajan las certezas (“es una falla geológica/ en alguna de las capas del aire), habita en la fractura, pero es esta una quebradura sobre lo inmaterial, el aire. La poesía es la mejor manera de adquirir conciencia de nuestro lugar en el mundo: vacíos y desnudos. Sin nada: “La poesía es una apuesta/ moral ante la vida/ que de alguna manera/ nos limpia el corazón, pero nos deja/ para siempre sin nada.” Y sirve de enlace entre vidas: “esa suma infinita/ de presencias y ausencias que habitamos/ con los ojos cerrados, los vivos y los muertos.”
Las palabras empujan a la participación. Hay una conciencia del poder transformador de la escritura en muchos de los poemas en los que aparecen destellos conscientes de una poética madurada a partir de los sentidos, y también de la conciencia de ser parte de algo más grande que nosotros: “Escribir es trabajar con las manos./ Yo lo hago por agradecimiento, por respeto,/ por un deseo profundo” escribe (“siempre hay alguien que cuida”) como un orfebre de la materia verbal.
Por ello, la poesía de Basilio Sánchez dibuja un mundo que se comprende mejor cuando no se piensa, cuanto simplemente se experimenta. Un universo que se hace ser con palabras y también con silencio que, en “Acorde”, se manifiesta en el centro del lenguaje (“La manzana está en el centro de árbol/ como lo está el silencio/ en el lenguaje”). El silencio y la palabra son las dos caras de la misma moneda. Escribe, así, Basilio Sánchez en el poema “Las palabras” que “El silencio confía/ en la fidelidad de las palabras/ a las cosas que nombran.// El silencio confía en que en la niebla/ de las divagaciones/ pueda haber un camino derecho hacia el sentido.”
El poema tiene, así su tiempo, y necesita de la levadura de lo no nombrado para que puedan en su decir lo invisible. Y tiene también su tiempo lento de maduración: “El tiempo del poema/ no es el tiempo del mundo” apelando, de este modo, al tiempo de lectura y también al de escritura del poema.
La poesía se asocia a la verdad, al espíritu, al milagro, a la luz simbolizada en la llama de una vela (“La poesía es (…) la cajita cerrada/ con la llama encendida de una vela/ de la que sólo queda el recuerdo de su luz.”) o estirada hacia el cielo, es un relámpago que sobrepasa al bosque (“la poesía es un relámpago/ cuya luz sobrepasa los límites del bosque.” Anuda extremos y cuestiona la lógica (“la poesía,/ al igual que la nieve que ha cubierto los setos esta noche,/ comienza en el abismo”). Es un camino de aprendizaje y de emoción: “La poesía/ no sólo son palabras,/ son palabras que tiemblan.” incorporando a ellas la emoción de quien las invoca, y que nos enseñan la humildad: “Las palabras nos enseñan a solas/ a sentirnos pequeños en un país de árboles”….
El poeta es el profeta, el elegido, quien, por mediación de su naturaleza sagrada, trabaja en los milagros: En “El baile de los pájaros”: “Me dedico a lo poco” (…) “Hoy he escrito una línea con la mano de Dios.// De todo lo posible,/ el poeta ha elegido multiplicar los panes y los peces”.
También ayudan a depositar sobre la vida del hombre aquellas lecciones que no puede aprender de otra manera: “La poesía […] son palabras que están a nuestro lado,/ que nos dicen aquello/ que queremos decir y no sabemos”. O también, a través de ellas, el hombre conoce su naturaleza esencial, sencilla y humilde. Así podemos leer en su poema final: “Las palabras nos enseñan a solas/ a sentirnos pequeños en un país de árboles”, concluye el autor.
En definitiva, Basilio Sánchez nos regala en este libro una experiencia literaria enriquecedora y conmovedora, convirtiendo el poemario en imprescindible para aquellos que buscan la belleza en la simplicidad del mundo que nos rodea. El autor nos invita a encontrar la belleza en los momentos más sencillos y a apreciar la naturaleza como fuente inagotable de inspiración. El baile de los pájaros es, sin duda, una obra hermosísima que nos recuerda la importancia de estar en armonía con la naturaleza y valorar cada instante en la vida.
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