En cierta ocasión, manifestó Marguerite Yourcenar su creencia de que “el hábito precoz de la soledad es un bien infinito” pues, así como enseñaba, “hasta cierto punto”, a prescindir de las personas, también enseñaba a quererlas más y mejor. Busco la cita tras leer en Irene Vallejo que “la soledad y la pausa son el hábitat del pensamiento”. A lo largo del último año, esa necesidad que la escritora incorporaba como parte esencial de cada uno, ha aportado a nuestras vidas importantes dosis de soledad y pausa, aunque también, con frecuencia, por desgracia, mucho estrés y falta de salud. Es como si los acontecimientos de este último tiempo –a pesar de inducirnos a la ralentización de nuestras actividades– hubieran alborotado nuestra colmena, hasta el punto de empujarnos irracionalmente en sentido contrario. Deberíamos aprender de la paciencia y del modo de ver pasar la vida de los gatos.
Estoy convencida de que hay muchos modos de ayudar a la sociedad sin ponerla en peligro. Pero soy la primera que, aun consciente de los beneficios de la dedicación a uno mismo, se topa cada día con decenas de obstáculos para recluirse, y dejarse mecer por esa calma tan necesaria, especialmente ahora. Irene Vallejo citaba, también, unas palabras de Pascal que nos recuerdan que “las desgracias del hombre derivan del hecho de no ser capaz de permanecer tranquilamente sentado y solo en una habitación”. Seguro que para muchos esto es una exageración, pero también habrá quien vea que buena parte de nuestros males, incluido el agravamiento de la pandemia en los últimos meses, es debida a la ausencia de una educación orientada a cultivar una soledad responsable.
Ágata regalándose.
Foto: Asunción Escribano 2020.
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