Con frecuencia, pero insistentemente desde la catarata de emociones que se suscitó en nuestra sociedad a raíz del confinamiento de marzo de 2020, me pregunto acerca de cuánto nos dura a la especie humana el efecto de las grandes conmociones sociales. Decía Rafael Sánchez Ferlosio, uno de nuestros mejores ensayistas, que “decir que el tiempo todo lo cura, vale tanto como decir que todo lo traiciona”, y concluía preguntándose: “¿Sabré sobrevivir sin traicionar?”. Desde luego, la pregunta es de las que ponen a cualquiera contra la pared.
No sabría decir si hemos o no traicionado el espíritu de cuanto se vivió en aquellas aplaudidas jornadas del confinamiento inicial. Sin embargo, hay que reconocer que, en el inicio de esta primavera, al cumplirse un año de aquello, siento que poco o nada queda del espíritu épico que se respiraba en el ambiente aquel momento en el que muchos de nosotros, en público o en privado, nos propusimos si salíamos de aquella situación. Por aquel contagio general que entonces se dio, me apena tanto ver cómo todo aquel aire puro se ha enrarecido apenas un año después.
A todo nos acostumbramos y, como una goma estirada que luego se suelta, la tosquedad del gruñido político ha vuelto al momento inicial de la pandemia, ocupando la pista central del circo. Nos hemos acostumbrado a la mascarilla como a la incompetencia de quienes nos gobiernan; se trata de un mal menor. Salvo por el esfuerzo individual y colectivo de los sanitarios y la mayor parte de la sociedad, que es lo que nos ha salvado, la gestión de la pandemia ha sido un desastre, y la guinda de la vacunación está resultando un vodevil, cuando no un auténtico esperpento que muestra, una vez más, en manos de quién estamos.
Pero quizás lo peor de todo tal vez sea volver a tener la sensación de que, en medio de esta ceremonia de la confusión que ha ahogado económica y sanitariamente a muchos este año, cada uno va a lo suyo. Si algo creímos distinto fue porque lo soñamos, podría pensarse. Qué triste sentirlo así y, sin embargo, qué cerca estamos de cambiar la realidad en esos momentos que luego empujamos a los sueños. Porque, igual que un ariete no echa abajo el portón de la fortaleza sitiada a la primera, son necesarios sucesivos golpes de entusiasmo en medio de la conmoción social para que una sociedad suba un escalón en su mejora como civilización.
Ha sido una frase de uno de los mejores periodistas franceses del siglo pasado, Jean Daniel, fundador de Le Nouvel Observateur, la que me ha empujado a estas reflexiones: “Siempre he visto cómo surgía la inteligencia de la virtud”. Aunque la ciencia nos dice que es la inteligencia la que precede a la ética.
[Foto de Jean Daniel. Fuente: Fundación Princesa de Asturias]
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