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Dos pastores en la Arcadia. Crónica de un homenaje y evocación de una época

A veces ocurre. La Arcadia, como lugar paradisíaco y pleno de armonía se da entre nosotros. Puede acontecer durante años o, si hay suerte durante décadas. Así sucedió en la parroquia de La Purísima en Salamanca cuando, primero uno y luego otro, llegaron juntos José Manuel Hernández y Fructuoso Mangas Ramos y allí estuvieron 40 años. Hace sólo unos días que se celebró el 60 aniversario de su ordenación sacerdotal. A veces ocurre que el Paraíso se instala en la tierra, siquiera por 40 años, siquiera para unos pocos.
De repente, en un determinado lugar, se dan las condiciones necesarias para que acontezca lo inesperado, como una primavera del espíritu cuya brisa sopla suave y fértil sobre un espacio abonado por la fe y la energía de una o dos personas que hacen confluir a su alrededor la experiencia vital de varios cientos, incluso miles de hombres y mujeres, al tiempo que la de esas dos personas especiales irradia luz y armonía sobre el resto. Si esto dura unos años puede marcar una época. Pero si dura 40, ¡ay hermano!, si dura cuarenta años entonces da sentido a tu vida ya para siempre.


Aunque también en la Arcadia el tiempo reina y, por eso, todo se acaba. Pero hace unos días se nos concedió un deseo. El 15 de abril de 2023, con los ecos aún vivos de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo en todos nuestros sentidos, un homenaje que llevaba tres años esperando a llevarse a cabo tuvo por fin su tiempo y su lugar. Fue en la Casa de la Iglesia en Salamanca donde, por unas horas, primero con una obra de teatro –con muchos de sus “discípulos amados” sobre el escenario y entre bambalinas– y luego con un vino en compañía de gente –alguna venida de lejos en el espacio, pero también en el tiempo–, se nos permitió a unos cientos, siquiera por unas horas, regresar de nuevo a la Arcadia.
Eran tantos los nombres y vano sería citarlos pero Aquel Primero que trajo a estos dos hizo que fuéramos doce, ciento veinte, quinientos… Y cada uno de los que allí estábamos teníamos a otros doce en la mente y el puzle-cúpula de cuatro décadas se completaba así entre todos. Aquella era la comunidad parroquial en la que muchos de los allí presentes habían pasado buena parte, o la totalidad, de sus vidas. Pero incluso entre los últimos en llegar, como yo, había un sentimiento de gratitud por haber sido invitados al banquete.
Siempre mientras pertenecí a ella intuía que había algo más. Pero el otro día, con el recuerdo de Fructuoso en el corazón y la ternura de José Manuel en los ojos, quienes tuvimos la suerte de asistir pudimos ver y sentir nuevamente entretejida la cúpula de La Purísima brillando en todo su esplendor. Aquella cúpula de nuestra fe que durante décadas ellos dos sostuvieron como atlantes con sus brazos. Durante décadas. Con sus brazos. Atlantes ellos dos. El tiempo pasado y su distancia me hace verlo con perspectiva. Umbral hablaba de la belleza convulsa del mundo que se va.


Ahora sé que aquella cúpula era la fe que nos cubría y resguardaba gracias a ellos. Todos nosotros les debemos nuestra fe. Si no el material si la forma y el color, la belleza y la esbeltez con que se yergue sobre cuanto hay alrededor. Con los ojos de Emaús lo descubrí el otro día al hallarme junto a todos otra vez. Hay momentos en la vida en los que hemos de asir el relevo que se nos da y seguir corriendo con él en nuestras manos, solos nosotros, nuestro sólo durante los próximos metros, hasta que haya que soltarlo en otras manos y dejar correr a otros.
Siquiera por unas horas mi vida volvió a la Arcadia, a esa época en la que aún estábamos todos del mismo lado del mundo y podíamos abrazarnos. Sin embargo, tres años después, una década más tarde, –como aquel día cuarenta años desde que llegaron, que es como decir siempre– allí volvió a estar reunida de nuevo aquella época toda. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo estaba nuestra comunidad parroquial de La Purísima de Salamanca, con la excusa del recuerdo de Fructuoso y el premio de la sonrisa de José Manuel, y bajo la atenta y eterna mirada de la Virgen María, madre de todos nosotros. Estábamos al silbo de sus pastores, a zaga de sus huellas, abrazados por una sonrisa amorosa fértil y abrazando a sus Pastores en un tiempo carente y añorante de ellos.



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