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El Cántico Espiritual: una caricia lírica

Empiezo compartiendo una certeza: no hay mejor forma de hablar de Dios, y con Dios, que mediante la poesía. No en vano, es éste el lenguaje por antonomasia del amor. La religión y la poesía revelan; es decir, levantan el velo que nos separa de la verdad. Ambas experiencias, por tanto, hablan al hombre de su constitución esencial, y su etimología señala ese carácter.

El término “religión” vinculado al verbo latino “religare” alude a ese estar atado a todas las cosas, a ese participar de la naturaleza de lo que nos rodea. “Poesía”, por su parte, deriva del verbo griego “hacer” (ποιέω) y nos recuerda que el hombre es reconstructor, mediante la palabra, de la vida y, con ella, también de esa identidad perdida, de ese momento en que todos éramos uno en el Ser, y al que los creyentes sabemos que un día regresaremos.

Siempre se ha dicho que el sujeto de la experiencia religiosa profunda tiende al silencio. Puesto que la palabra resulta de un acuerdo social para referir los sucesos cotidianos y comunes, todas aquellas manifestaciones de lo real que se sitúan en los bordes de lo colectivo quedan fuera de la expresión social. De aquí que toda experiencia intensamente personal, como es el encuentro del hombre con Dios, sea difícilmente nombrable.

Sin embargo, y a pesar de esa dificultad, el hombre, sujeto de este encuentro, invadido profundamente por la luminosidad, por la certeza y por la esperanza, se ve impelido a hablar y a transmitir el gozo que le inunda. La poesía se manifiesta, entonces, como espacio perfecto para expresar este encuentro inefable. Y, así, empujado hacia las dos orillas que le circundan, el hombre se debate entre el silencio y la palabra. El resultado nunca podrá ser convencional, y la palabra poética surgirá de esta tensión de contrarios que San Juan de la Cruz expresó como noche “más cierta que la luz del mediodía”. Oposición lógica, paradoja o dislate que no alude a una razón discursiva, sino a la fusión extática a la que empuja esa necesidad afirmada también por San Agustín, cuando escribe que es “no por decirlo, sino por no callar”.

Lo inefable sólo se puede rozar levemente con un lenguaje que diga más de lo que dice, con una voz que sea, a la vez, palabra y canto. Ritmo y retórica se unen, entonces, para nombrar la fuente original del mirar poético que, antes que escritura ha sido experiencia esencial del ser. Incluso así, esta palabra es reconocida por los propios autores como insuficiente. Quizá por ello, un místico como Eckhart afirma, hablando de Dios, que “todo lo que digas de él es falso”, y Juan de la Cruz también indica que “todo lo que se dijere es tanto menor de lo que allí hay”.

De esta cualidad de dejar impresa el alma participa tanto la palabra religiosa como la poética. Ambas han vertido a lo largo de la historia su capacidad sobre los escritos que, desde la búsqueda o el encuentro, desde la oscuridad o la luz, desde la pregunta o la respuesta, han expresado la necesidad del hombre de acercarse a Dios y cantarle en versos. Ante el fulgor de lo sagrado el hombre sólo puede callar o escribir una oración en forma de poema, que es el otro rostro del silencio, y compartir la vivencia metafórica del poeta japonés Buzón quien, en un flechazo de lucidez, lírica escribió: “Ante los crisantemos blancos/ las tijeras vacilan/ un instante.” Sin duda alguna, ese instante de vacilación sagrada, que revela la unidad del ser y el punto de luz en que converge todo, es el poema.

Y en este sentido, si hablamos de Poesía (con mayúsculas), uno de los textos líricos más hermosos de toda la historia de la literatura es el “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz. En él se habla de la pérdida, de la búsqueda y del encuentro del alma con Dios. En definitiva, de la fusión del hombre con el Amor infinito. Sin duda alguna, San Juan de la Cruz es el maestro entre los maestros de la articulación lírica, y su breve pero intenso Cántico, una de las cumbres de la historia espiritual de Occidente

Hay que señalar que para comprender la obra de Juan de la Cruz es necesario partir de la conciencia de que, por un lado, la experiencia mística es siempre anterior, y está más allá del instante de la escritura; y, por otro, que el poema es el intento posterior de hacer perdurable lo que fue momentáneo y eterno y, por ello, como anteriormente hemos afirmado, inefable. Antes de la escritura ha existido la fusión. Y sólo después llega la necesidad de la experiencia poemática con su lenguaje.

En el poema se busca, como en la quietud de una fotografía, plasmar el vértigo de la unión, a sabiendas de que es imposible conseguirlo, porque la vivencia de la luz está siempre lejos del lenguaje y pertenece a la vida íntima, a la recóndita relación entre dos amantes. Así lo entiende, y lo escribe, consciente de ello, Juan de la Cruz en el prólogo al Cántico: “antes sería ignorancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística, cuales son los de las presentes canciones, con alguna manera de palabras se puedan bien explicar”. “La poesía no se explica desde fuera –añade Olegario González de Cardedal–; nos implica hacia adentro de ella llevándonos hasta donde no sabemos por caminos que no conocemos”.

De este modo, nuestro Santo poeta probó esta limitación nominal, muy intensa en su caso, pues también lo era la vivencia extremada que buscaba nombrar. Así se lo confiesa en la Declaración realizada a partir del Cántico espiritual a la madre Ana de Jesús, receptora de éste, cuando escribe: “Porque ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde él mora, hace entender? Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir?”.

El Dios que se rastrea, que se intuye, que se sospecha entre los versos del carmelita se va modificando al tiempo que el alma del místico y poeta se acerca hacia el encuentro. Es un Dios que adopta el rostro por antonomasia del amor, de aquí que en la primera estrofa del Cántico sea invocado como “Amado”. Un amado que huye, y que incita al hombre, loco ya de amor por haber sido rozado por su lumbre, a que lo busque. Es un Dios que hace que el hombre salga de sí mismo, de su propia identidad, para ir hacia su encuentro, a través de una naturaleza cargada de señales:

“¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste,/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando, y eras ido.”

Nunca hubo una pérdida más hermosa, ni una búsqueda más pródiga. Una pregunta ansiosa inicia el discurrir del canto, de aquí que la Amada del Cántico se instale en el gemido ante la ausencia: “¿Adónde te escondiste,/ Amado y me dejaste con gemido?”, clama.

Escribe el místico sufí Ibn Arabi, con quien San Juan tiene tanto en común, que “una de las clases de santos amigos de Dios es la de los gemidores”. Y es que es este un gemido que desata el deseo de fusión con Dios, y que impulsa la posterior búsqueda… El Amado se esconde en las criaturas, y por eso la Amada sale a buscarlo en ellas, reconociendo que las gracias que éstas poseen proceden de esa Mano con mayúsculas.

En el inicio del Cántico toma la palabra una voz femenina, símbolo del alma, bajo la cual puede fácilmente rastrearse la influencia preciosa del Cantar de los cantares, de quien el exégeta Saadia decía en el siglo X que este texto era “un candado, cuya llave hemos perdido”. Aludía, de este modo, a la multiplicidad de posibilidades significativas contenidas en él, de las que apenas hemos intuido algunas pocas, algo semejante a lo que sucede con el Cántico espiritual de Juan de la Cruz.

Sin duda alguna, el Cántico Espiritual podría ser la historia íntima de cualquier hombre que busca a Dios. La indagación se hace por espacios sin lugar, en los que lo primero que se halla es la conciencia de una pérdida. Hay que señalar que estos territorios sanjuanistas están muy distantes del locus amoenus, de ese lugar ameno, paradisíaco, característico de la poesía pastoril y amatoria clásica, revisitada por autores diversos en el tiempo que escribe Juan de la Cruz.

Pero no es este un abandono definitivo, porque el Dios que refleja Juan de la Cruz, que huye como ciervo y que, paradójicamente, deja herida a la cazadora que le persigue, es el de todos nosotros, quien se esconde a nuestros sentidos, pero que nos deja lo suficientemente vulnerados como para que añoremos su presencia, y necesitemos invocarle mediante el clamor que nos ha producido su aparente pérdida.

Por eso, el Cántico espiritual comienza –como la Noche– por una salida. El poeta José Ángel Valente señala que “no otra cosa es el éxtasis que una salida, un salirse o sobresalirse el alma”. Recordemos asimismo como Henri Berr, en El ascenso del espíritu, hacía uso de la expresión “salidas de fe viva” como necesariamente generadas en contextos de religión cerrada o esclerosada. En cualquier caso, tras esa salida, se instala en el corazón del hombre la pregunta y la búsqueda, pues siempre es la certeza de una ausencia lo que nos catapulta hacia el encuentro.

No puede ser de otra forma. Nuestra amada, el alma, presa de la tristeza y la desesperación, se lanza hacia los seres creados que le hablan del origen: “Pastores, los que fuerdes/ allá por las majadas al otero,/ si por ventura vierdes/ aquel que yo más quiero,/ decilde que adolezco, peno y muero”.

Adolezco, peno y muero… hermoso final de la estrofa con una tríada de adjetivos colocados en intensidad creciente, del dolor a la muerte, reflejando, así, también el incremento de la angustia ante la pérdida.

La palabra está siempre presente como elemento mediador. El gemido primero, el clamor en un segundo momento, y la pregunta, en tercero, señalan esa capacidad del hombre de articular sus emociones en forma verbal. También los pastores harán uso de ella para transmitir al Amado ese trío de sentimientos que el poeta ha sabido colocar en una perfecta gradación semántica de intensidad creciente. La búsqueda continúa para el alma, y el cosmos, con su plenitud estética de flores y con sus temores producidos por las fieras, no suponen elementos que se interpongan entre Dios y el hombre:

“Buscando mis amores,/ iré por esos montes y riberas;/ ni cogeré las flores,/ ni temeré las fieras,/ y pasaré los fuertes y fronteras”.

Los opuestos simbolizan la totalidad. Lo alto (montes) y lo bajo (riberas), lo bello (flores) y lo temible (fieras), las fuerzas externas (fuertes) y las limitaciones propias (fronteras) no dibujan un espacio en el que perder la finalidad de ese seguimiento, sino que apuntan a la transitoriedad de un ser que no se deja seducir por las formas más hermosas o más temibles, ni por las dificultades políticas de una época –la propia que vivió Juan de la Cruz– en guerra permanente de unos estados contra otros.

Al fin y al cabo, lo que se añora está más allá de lo sensible, como bien se refleja en el poema, en el que se prescinde de las ubicaciones espaciales y temporales de manera clara, como si todo sucediera en la conciencia de quien está viviendo esta experiencia extrema. Quizá hubiera aprendido nuestro místico este uso límite del tiempo de los escritores semíticos, como bien defiende Luce López Baralt, donde los tiempos verbales, con frecuencia, oscilan violentamente entre un pasado, un presente y un futuro indeterminados.

Por otro lado, esos fuertes y fronteras –más allá de la realidad militar de los siglos xvi y xvii en Europa– no dejan de evocar, en el lector atento a la religiosidad de nuestro Siglo de Oro, al castillo fortificado Teresiano, identificado con la conciencia profunda y con el alma. Desde esta perspectiva, ese paso de los fuertes y fronteras se haría entonces desde el aire, como bien ha señalado Ángel Aguirre, un lugar común éste entre los escritores semíticos.

Así lo desarrolla el pensador persa Suhrawardi en su Epístola de las altas torres donde escribe que “la ascensión al castillo fortificado del alma […] es ardua: no se logra sino empleando el aire como escala.” Esa mirada levitante le era cercana a Juan de la Cruz, que pintó a su Cristo crucificado desde esta perspectiva aérea, como si lo situara bajo la mirada compasiva de Dios, tratada después también por Dalí en su Cristo de San Juan, igualmente situado como nudo en el espacio que intermedia entre Dios y los hombres.

Los bosques y espesuras o el prado de verduras... sólo sirven, entonces, en este contexto, como emisarios de la fusión futura, para afirmar la presencia en ellos del amado. Un amado que ha dejado las señales de su paso y con ellas las heridas que estas producen.

“Mil gracias derramando,/ pasó por estos sotos con presura,/ e, yéndolos mirando,/ con sola su figura/ vestidos los dejó de hermosura”, escribe el poeta plasmando, así, la belleza del mundo como un reflejo de la perfección ultramundana, paradisíaca. Es esa hermosura la que deja herida el alma, un espacio en que la queja se hace grito emocionado, súplica encendida y oración extrema:

“¡Ay, quién podrá sanarme!/ Acaba de entregarte ya de vero;/ no quieras enviarme/ de hoy más ya mensajero,/ que no saben decirme lo que quiero.”

En la poesía de San Juan de la Cruz –otra muestra de su vigencia y actualidad– la naturaleza tiene un sentido esencial. Signo y señal del creador, su belleza hiere a quien la contempla. Es en este sentido, nuestro santo, un claro precursor de las actuales corrientes defensoras de lo ecológico, en un mundo en que prevalece lo instrumental al servicio de las necesidades egocéntricas de un hombre que, con frecuencia, se cree centro del cosmos.

De aquí que San Juan pueda enseñar al hombre de nuestro tiempo que la contemplación hoy tiene más sentido que nunca y que, ante la armonía de “los mensajeros”, podemos llegar a sentir ese silencio interior, y esa incapacidad para la expresión que él plasmó sorprendentemente en ese tartamudeo que se ha convertido en paradigma magistral de lo lírico:

“Y todos cuantos vagan/ de ti me van mil gracias refiriendo,/ y todos más me llagan,/ y déjame muriendo/ un no sé qué que quedan balbuciendo”.

San Juan se mueve, por tanto, entre la afasia y el canto, entre los extremos de la imposibilidad de decir y la necesidad imperiosa de nombrar esas cosas “tan subidas y sustanciales” para “las cuales comúnmente falta lenguaje”, como declara en los comentarios a la Llama de Amor Viva. Y de esa mutilación nominal deriva también ese balbuceo poético mencionado; sin duda, el más asombroso que ha habido en la historia de la literatura, expresión última del asombro. La amada ha sido llagada por las gracias referidas y está muriendo por el “no sé qué que quedan balbuciendo”. Todo decir lírico es un espacio imposible, un vacío, un tantear lo que no puede ser nombrado por excesivo.

No es extraño, por tanto, que el poema avance entre preguntas, “¿cómo perseveras,/ ¡oh vida!, no viviendo donde vives..?”, “¿por qué, pues has llagado/ aqueste corazón, no le sanaste?...”, que aunque formalmente responden a una interrogación, expresan una petición interior del santo, una oración en la que se suplica el encuentro, y que cobra forma de tal en las estrofas siguientes: “Apaga mis enojos,/ pues que ninguno basta a desacellos,...”, “descubre tu presencia,/ y máteme tu vista y hermosura...”, hasta llegar al deseo absoluto donde se anuda todo el texto, que ha ido intensificándose progresivamente en forma y en contenido:

“¡Oh cristalina fuente,/ si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!”.

El mundo existe siempre porque alguien lo contempla. Muestra su esplendor a quien se entrega deslumbrado ante el objeto de su mirar. La mirada, lo sabemos, entre otros, por Petrarca o por Marsilio Ficino, supone en los enamorados un intercambio de almas y, en esta misma dirección alienta el consejo de Rumi, quien escribe “transforma tu cuerpo entero en visión, hazte mirada”.

También la Amada sanjuanista es impulsada al vuelo por unos ojos, esos que encuentra en su interior, al verse reflejada en la fuente, “los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados”. Se constituye su interioridad, de este modo, como mirada que le permite ascender alto y libre. ¿Acaso no era esta una de las virtudes dibujadas por Juan de la Cruz en esa hermosura de símbolo que es el del pájaro solitario?

Los ojos son, desde esta perspectiva, el lugar del nudo, el territorio de la unión ya lograda entre el Amado, Dios, y la amada, alma. Son, igualmente, el espacio íntimo que ata la verdad vital con la opción poética, y también hacen de la vista un sentido fraternal. La poesía es, sin duda alguna, antes una cuestión de mirada que de escritura. El lugar sobre el que decidimos posar nuestros ojos es aquel con el que construimos nuestras certezas y, a la postre, nuestra identidad. “No somos sino aquello que miramos”, ha escrito, en este sentido, el poeta Álvaro Valverde.

Y es en el hiato significativo, en la fractura que se produce entre la estrofa anterior y los dos versos siguientes donde se esconde la experiencia íntima del encuentro entre el Amado y la amada, y donde se responde a la pregunta inicial con la que comenzaba el poema: ¿Adónde te escondiste, Amado?. El Amado está escondido en lo más interior del corazón de la amada y, desde allí, se refleja en sus ojos. Por eso ahora será ella quien suplique, ante la intensidad de su fulgor: “¡Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo!”.

Juan de la Cruz había conocido y leído en su estancia como estudiante en Salamanca a los místicos sufíes. Para ellos, la morada del alma, y el símbolo de los ojos reflejados en el agua, se hallaban en la fuente. La fuente era, para esta literatura mística musulmana, el comienzo de la fusión unitiva. No en vano la palabra árabe ‘ayn, y su correspondiente hebrea ‘ayin es la misma para ojos y para fuente. Tanto Juan de la Cruz como Ibn Arabi de Murcia, cercano espiritualmente al santo abulense, habían pedido los ojos a Dios para poder verlo: “Cuando tú me mirabas,/ su gracia en mí tus ojos imprimían,/ […]/ y en eso merecían/ los míos adorar lo que en ti vian”, exclama San Juan en un texto posterior al Cántico. De igual modo, Ibn Arabi escribirá: “Cuando aparece mi Amado ¿con qué ojo he de mirarle? Con el suyo, no con el mío, porque nadie le ve sino Él mismo”. Sin duda alguna parecen pertenecer a otro mundo estas incomprensibles –para el hombre actual– coordenadas de la relación de alguien con Dios, incomprensibles en una época devota del selfie como la nuestra, en la que, como bien ha señalado Byung-Chul Han, la adicción a éste “remite al vacío interior del yo”.

Desde el agua de la fuente, donde el poeta mira su propio rostro y busca los ojos que siente dentro, hasta la ascensión que produce la contemplación, y que no puede ser resistida por penetrante, hay un infinito espacio y un dilatado tiempo que nunca podremos conocer, pero que tiene mucho que ver con lo que escritores de distintas corrientes espirituales y de diferentes épocas han nombrado.

Entre otros, San Agustín se refirió a ello cuando animó: “no salgas fuera, regresa a ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad”, algo que mil quinientos años después resonará en el padre de los eremitas contemporáneos cuando Thoreau recuerde que “la consciencia es instinto criado en el hogar”. O Rumi cuando dijo que “no hay espacio para dos”; o Ernesto Cardenal al experimentar que “en el centro de nuestro ser no somos nosotros sino Otro”. No cesaríamos de descubrir un reflejo en todas las épocas y personalidades. San Juan, por su parte, ha mirado su reflejo en el cristal del agua y lo que ha visto reflejado han sido los ojos del Amado, a quien le suplica ahora que se retire, por no poder resistir la intensidad de su mirada.

Después del encuentro y la fusión, no resulta extraño al lector del Cánticoescuchar por primera vez la voz del Esposo, que alienta a la esposa, ya paloma-espíritu, a “volverse” (darse la vuelta o acabar de transformarse), porque “el ciervo vulnerado/ por el otero asoma/ al aire de tu vuelo, y fresco toma”. El Amado es ciervo, ahora también “vulnerado” por la figura de la amada, que se ha vuelto paloma en su presencia.

El símbolo del ave para representar el vuelo extático es universal, como nos lo han mostrado, entre otros, Jung y Mircea Eliade. Aprender el lenguaje de los pájaros supone, desde antiguo, conocer los secretos de la naturaleza y transformarse, por tanto, en profeta, y su vuelo nos habla de un espacio vital transparente de cobijo y de soporte, y de la capacidad de ascenso que posee todo lo frágil y pequeño.

San Juan acude a este símbolo del ave, la paloma, para hablar de la metamorfosis interior de la amada en alas, tras acercarse a la fuente y ver, en su reflejo, dibujados en su propio interior los ojos ajenos, ahora ya propios, en una preciosa intertextualidad con el cantar salomónico. Esa transformación de la amada en el Amado, también ha sido alegorizada en diversas tradiciones a través del ave.

Como símbolo del alma aparece en escritores espirituales europeos a los que, San Juan, seguramente leyera. Entre ellos, San Buenaventura, San Bernardo, Hugo de San Víctor o Raimundo Lulio, entre otros. Igualmente, recoge este símbolo el Islam, en una de las suras del Corán, donde aparece recogida la exhortación: “¡Hombres! Se nos ha enseñado el lenguaje de los pájaros y se nos ha dado de todo. ¡Es un favor manifiesto!”. Y después, distintos escritores como Avicena, Algazel y A ār. Este último en su simbólica obra El lenguaje de los pájarosnos muestra cómo los pájaros supervivientes del viaje en busca del Simurg o Pájaro Rey descubren, al consumar el encuentro, que ellos mismos son lo que buscaban.

La estrofa siguiente del Cántico Espiritual es la declaración de amor más hermosa de la literatura universal. La más dulce y expresiva. Escribe Juan de la Cruz: “Mi amado, las montañas/ los valles solitarios nemorosos,/las ínsulas extrañas,/los ríos sonorosos,/el silvo de los aires amorosos.”

En ella, sólo se escucha un vocativo que identifica, mediante la aposición, a “mi amado” con los paisajes más hermosos de la creación, en una sucesión de imágenes visionarias, contempladas nuevamente como a vista de pájaro, que hablan más del interior del alma, que del exterior del mundo. El Amado es “las montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos”.

Los místicos de todos los tiempos han evocado habitualmente la belleza ultraterrena en términos de la belleza mundana. Y, en este sentido, San Juan de la Cruz se caracteriza en toda su obra por la importancia con que se refleja en ella el mundo sensorial, como vía de acceso a una realidad trascendentalizada. De aquí que Luce López Baralt le denomine “el poeta de las caricias”, por lo que ella considera una forma extrema de felicidad a través de su abrazo con lo fenoménico, en un contexto en el que, por el contrario, se invitaba a renunciar a los sentidos.

“Mi amado, las montañas”… En escasas ocasiones la carencia de un verbo ha sido tan intuitivamente expresiva. Una ausencia verbal que sirve para identificar plenamente Amado y mundo en una sucesión de frases nominales en vertiginosa cascada. El amado no es “como las montañas”, sino que es plenamente las montañas y los valles y las ínsulas, y los ríos y el silbo de los aires… Lo que muestra que la fusión está colmada, y que el matrimonio espiritual se ha realizado. Ahora, “la noche sosegada/ en par de los levantes de la aurora” va a permitir a ambos esposos realizar el banquete nupcial, “la cena que recrea y enamora”, que supone el alma en armonía.

Esa comunión plácida, reflejada en el paisaje apacible, permite a Juan de la cruz, en los comentarios correspondientes a estos versos, afirmar que ese sosiego genera el conocimiento, ese que canaliza mediante la lucidísima figura del pájaro solitario, que levanta su presencia en este instante, cuando aparecen las primeras luces de un esperanzado nuevo día. Un hallazgo profundo de la fusión entre espiritualidad y poesía.

Es este uno de los textos en prosa más luminosos y sugerentes de San Juan de la Cruz. El símbolo del ave solitaria es esbozado por el Santo en tres textos: brevemente en un pasaje de la Subida al Monte Carmelo, en los Dichos de Luz y Amor, y un poco más extendido en las glosas al Cántico Espiritual. Se inspira en el verso 8 del Salmo 101, que Juan de la Cruz traduce como: “Recordé y fui hecho semejante al pájaro solitario en el tejado”. El poeta abulense despliega, en este sentido, una sorprendente imaginería aérea en la que asocia al ave sola, alzada en alto, con el pico al aire, y con un canto suave, con el alma en un estado contemplativo perfecto. “En esta manera de contemplación tiene el espíritu las propiedades de este pájaro”, escribe San Juan en esta guía para caminar por los bosques oscuros de la vida. El pájaro que vuela alto y solo, con el pico hacia el viento del espíritu, cantando suavemente y sin color. ¿Propiedades estas del pájaro, del alma o del poema?, nos preguntamos.

Continuando con el poema, la noche se vuelve ahora sosegada y la soledad, sonora, en una suma de aliteración fonética (sosegada-soledad-sonora) que nos permite escuchar el sonido del silencio mediante la repetición de la sibilante “s”, que se suma a la contradicción u oxímoron de la “música callada”, que refleja la extrañeza de un estado difícilmente comunicable que apunta a la fusión entre Amado y amada.

A partir de ahora, ésta describe el estado en que se encuentran, rodeados en su “lecho florido” por la protección de un círculo “de leones enlazado”, imagen inspirada en el Cantar salomónico. La seguridad no puede ser mayor, ni su edificación de un material más delicado, la paz; al tiempo que el lugar es coronado metafóricamente por un puñado de estrellas, doradas como “escudos”.

Una vez producida la unión del alma y Dios se aceleran los dones. También el texto adquiere velocidad a medida que avanza, y ahora la amada entra al lugar más interior, donde bebe la esencia del Amado: “En la interior bodega/ de mi amado bebí...”, donde va a aprender “ciencia muy sabrosa”, y la ebriedad propia del estado espiritual superior hace que renuncie a los apegos sensitivos, expresados en el texto como el “ganado”. A partir de ahora, reconoce que “ya sólo en amar es mi ejercicio”.

Las estrofas que siguen reflejan a modo de jugueteo el estado reciente de enamoramiento que sienten todos los amantes. De aquí, que se dediquen a hacer “guirnaldas” de flores, a mirarse a los ojos y retozar con los cabellos que acaban atando al Amado como si de un lazo se tratase. No hay que olvidar que toda esta expresión de arrobamiento amoroso la refiere San Juan al alma en relación con Dios, aunque haya aprendido esta “estética del delirio” del Cantar de los Cantares, y sepa perfectamente cómo hay que hablar de las cosas del espíritu empleando como cauce las cosas del mundo.

En este sentido, también a nuestra amada -como nos ocurre con frecuencia a los creyentes- le asaltan los miedos. Por eso, para que esta perfección amorosa no se quiebre, ordena que se alejen de ellos los peligros, “las raposas” que simbolizan todos los apetitos sensitivos, y el “cierzo muerto”, viento frío procedente del norte. Mientras que anima al “austro” del sur, signo del espíritu que evita la sequedad interior de los amantes, a que se acerque expandiendo los olores de las flores que les rodean.

Así avanza el poema, y de nuevo es el Esposo quien vuelve a tomar la palabra para declarar que la amada ya se encuentra en sus brazos, y también para rememorar el lugar donde la unión se ha consumado:

“Debajo del manzano,/ allí conmigo fuiste desposada;/ allí te di la mano,/ y fuiste reparada/ donde tu madre fuera violada.”

Este matrimonio espiritual que dibuja San Juan de la Cruz supone la redención del pecado original, relatado en el texto bíblico del Génesis. Tras él, el Esposo invoca a los seres del cielo y de la tierra para que cesen su ira y dejen al alma descansar en paz. Igualmente ella, la esposa, invita a las seductoras ninfas de Judea a no manchar la pureza del alma con su sensualidad, mientras que el Esposo participa en un diálogo entre ambos que avanza entre símbolos de las más diversas procedencias (“blanca palomica”, “espesura”, “subidas cavernas”, “mosto de granadas”...).

Será en la estrofa final donde la fortaleza de la entrega total se ha convertido en un muro inaccesible para el mal (“Aminadab tampoco parecía”), y donde todas las pasiones, “la caballería”, “a vista de las aguas descendía”. La disolución de la amada, por tanto, ha llegado a ser total, y el alma, esposa, y su Esposo, Dios, han consumado el milagro más grande del amor, la transformación de la amada en el Amado. Es difícil decir tanto con tan pocos recursos.

Termino. Hablar de la fusión con lo sagrado con palabras de todos los días es una experiencia prácticamente imposible, que señala la limitación del lenguaje para nombrar todo cuanto apunta al aire y a su vuelo. En este sentido, el Cántico espiritual reconcilia al hombre con la capacidad del lenguaje de nombrar lo inefable. Sólo un ser tocado por el Amor y la Gracia, como fue San Juan, pudo realizar el prodigio. Recordamos aquí las palabras de Olegario González de Cardedal, incluidas en su obra Donde la Luz es Ávila, donde afirma que “la experiencia mística no es, ante todo, del orden del conocimiento y del saber, sino del orden de enamoramiento y del desear”. Y Juan de la Cruz nos muestra en plenitud la música de ese enamoramiento y todas sus huellas repartidas por el mundo.

Por ello, podríamos hacer extensivo al Cántico Espiritual el comentario que hacía el carmelita Crisógono de Jesús cuando hablaba de la Llama de amor viva, y en el que afirmaba que: “Los que al leer este libro no adviertan que el corazón les arde, es que no lo tienen. Es imposible que pase este torrente de lava encendida por un pecho sin quemarlo”.

Ojalá este 14 de diciembre, fiesta de nuestro Santo, el poeta del Amor (con mayúsculas) de todos los espacios y todos los tiempos, la lectura de su obra nos siga abrasando la vida, y alimente con su fuego nuestro espíritu. Así os lo deseo –nos lo deseo– a todos.

Muchísimas gracias.

Salamanca, 14 de diciembre de 2020

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