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EL ENCANTAMIENTO DE LAS LECTURAS PRIMERAS

El Príncipe Feliz y otros cuentos, de Oscar Wilde, traducido por Carlos Mayor e ilustrado, con acierto entre la curiosidad infantil y el conocimiento adulto, por Albert Asensio, fue uno de los regalos que me deparó la suerte en la pasada feria del libro de Madrid, de la que me vine con un libro dedicado bellamente por A. A. y que el pasado día de la Inmaculada Concepción me proporcionó, junto con un té y el suave ronroneo de mi gatito “Príncipe”, un tiempo de regocijo lector impagable. La nueva edición, que debemos a la editorial Juventud, recoge la trilogía ya clásica de los más hermosísimos cuentos del escritor irlandés: “El Príncipe Feliz”, “El ruiseñor y la rosa” y “El gigante egoísta”.

El primero, que encabeza el título del libro es fiel representante de la “ironía melancólica” propia del estilo del autor en estos cuentos y a la que se refirió hace años Borges, que tradujo el cuento siendo niño. Ironía, sí, pero más que melancólica triste, diría yo. Un cuento dickensiano sobre los valores y el dinero que los arrasa, sobre la ayuda desinteresada a quien lo necesita, cueste lo que cueste. Podría decirse que es un cuento contra la ideología económica de los tiempos actuales.

“El ruiseñor y la rosa”, segundo de los cuentos, es una hermosa historia sobre el amor que, en no pocos detalles, anticipa una década antes de su publicación la idea más original de Bram Stoker en su novela Drácula. Wilde habla del amor y de la entrega, de la ilusión y el fiasco, del rechazo y el desamor, romanticismo en estado puro. Es, quizás, de los tres, el cuento que más nos habla de la compleja personalidad del autor, que algo supo de sufrir por amor. La delicadeza con que está narrado es la de un maestro de la poesía, la de la cara hermosa y divina de la genialidad.

Por último, “El gigante egoísta” tal vez sea el más sencillo, pero no por ello el más simple de los tres cuentos. Recoge un axioma de la sabiduría de todos los tiempos como es el de que es injusto ser dichoso uno solo, sobre todo cuando la felicidad propia conlleva la infelicidad de otros. El protagonista lo aprende con la alegría propia de quien descubre un tesoro y, de su mano, el paraíso, como el paraíso que su jardín ha resultado ser para los niños. Es mucho lo que podría yo escribir de este cuento, pero baste decir que, en un rincón venerado de mi infancia suena perennemente ese delicado final del cuento que comienza con la frase “Una vez me dejaste jugar en tu jardín…” y concluye con las palabras “cubierto por completo de flores blancas”.

Tres cuentos que hablan del amor, de la muerte, de la vida, las tres heridas de Miguel Hernández, aquel poeta siempre niño que sabía de animales, de amor y de entrega. Estos días últimos del otoño, esa escapada adentro de los muros de mi jardín, volví a la infancia lectora que desde niña llevo dentro y que se resiste cada día a algunas de las condiciones de ser ya adulta. El disfrute que nos torna niños, ya sea siquiera por unos instantes, resulta más agradable y de agradecer cuanto más nos hemos alejado de esa primera edad. Gracias a Wilde y a todos los que hicieron renacer de nuevo el libro en un año tan necesitado de belleza como 2020, gracias a la feria, ya alejada, y a quien, conociéndome, sabía que el libro me había de devolver al encantamiento de su lectura primera.



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