En la obra de José Luis Puerto se hallan representados todos los géneros, entre los que destaca por su escritura cuidada y sensible, manifestada, sobre todo, de una manera muy especial, su poesía, que, en realidad, es más que un modelo textual, y llega a convertirse en una forma de estar, contemplar y sentir el mundo, razón por la que atraviesa todo lo que escribe este autor.
Como poeta, como escritor, Puerto es representante por excelencia de una estética de la desposesión que busca la plenitud y la autenticidad vital en la reivindicación de lo pequeño, de lo humilde, de lo desapercibido. Es labor del escritor, entonces, rescatar todo lo vivo y hacer que perdure, reivindicar esa manera de vivir como testigo de su verdad.
Y esta poética escritural también se manifiesta en el libro Cristal de roca, publicado por la editorial Páramo, cuyo título procede del primer texto con el que se inicia, la “entrada”. Y a él también vuelve en el último artículo que cierra el libro, en la “coda”. En ese texto inicial se regresa a los días de la infancia, cuando en el internado los niños salían a pasear por el campo. Así, ya desde el inicio de la obra se manifiesta cómo aquel niño que hoy es nuestro escritor, mientras los demás niños jugaban, prefería demorarse en una actitud contemplativa intensa, en un mundo poblado de experiencias extáticas, que le proporcionaban los sentidos, como una manera de salvación que duraría toda la vida. Entonces, en ese instante de la vida, donde se hace el hombre que será en un futuro, se produce el encuentro con esa transparencia y dureza de los cristales de roca, y ese hallazgo se vuelve a lo largo del libro alegoría de toda una vida.
Así lo escribe y lo vive José Luis Puerto: “Y, como no hay salvación sin la palabra, has elegido escribir sobre el fulgor del mundo que percibes en todo lo pequeño, lo ordinario, lo corriente… que pasa desapercibido, para extraer de ello esa transparencia y dureza que caracterizan al cristal de roca, porque ahí está lo hermoso y fascinante de la existencia de todos”.
La escritura se manifiesta, de este modo, como una manera profundamente ética y estética de habitar el mundo, y también de compartirlo. Y esa mirada, que es sostenida por Puerto a lo largo de su vida, cruza y enhebra cada uno de los textos que componen este libro, como ejemplo, también, del resto de su obra.
Tras esa entrada, que es una forma tan hermosa como real de explicitar la propia concepción de la escritura, el volumen se estructura, de manera dual, en dos partes: la primera, denominada “estancias” y la segunda, “Las pequeñas historias”. Y ambas responden a la misma mirada, aunque si en la primera parte tienen mayor protagonismo, quizá, los sucesos, las experiencias, las vivencias,… en la segunda, por el contrario, tienen más protagonismo las personas, con nombres y apellidos, que hacen de esas “pequeñas historias” enormes relatos sobre la humanidad o inhumanidad de quienes los protagonizan.
Pero, en ambas, se recopilan imágenes textuales muy poderosas, se regresa al origen, a esa “memoria del jardín”, a esa “cartografía del paraíso”, como ha dicho de la obra de Puerto el catedrático de literatura de la Universidad de Alicante, Prieto de Paula, quien escribe que en la poesía de nuestro autor “alientan algunas ascuas de la plenitud que resisten milagrosamente a los embates del tiempo y de la sociedad tecnolátrica” (sociedad que adora lo tecnológico, a pesar de la deshumanización que está produciendo, como si en la tecnología estuviera la solución de todos los problemas del mundo).
Lo cierto es que ese mapa sentimental al que alude Prieto de Paula enhebra literariamente toda la obra de nuestro escritor, configurándose a modo de estética vital, en la que el espacio natural se suma a la idea de la infancia como edén, a un tiempo que contenía en su pureza una profunda verdad salvadora. Ese espacio que el escritor denomina “Alfranca”, paisaje que es sobre todo sentimental, y que es el trasunto de La Arberca (Alberca+Peña de Francia).
En este sentido, en Cristal de roca se retratan episodios que podrían parecer superficiales, intrascendentes, pero que una mirada atenta inteligente y sensible comprende que son símbolos de cualquier vida que merezca ser llamada como tal. Se trata de una recopilación de instantes o lugares que yo llamaría bienaventurados por el carácter benéfico que portan con el que riegan las vidas de quienes los detectan, y los pueden y saben disfrutar, y que “sólo se pueden salvar por la palabra”, como ha dicho el autor en alguna entrevista.
Desde el inicio, por tanto, se dibuja a un niño que experimenta la realidad profundamente, encontrando en ella lo que los demás no son capaces de percibir. Ese niño, que cualquier lector entiende que es el propio José Luis Puerto, que pone todos sus sentidos al servicio de la vida, la mirada, el oído, el olfato… ya desde las primeras líneas, desde los primeros años, está configurándose el poeta (en su más amplio sentido de la palabra) que es nuestro autor.
El hecho de que, décadas después de haber sido vividos esos momentos, el autor haga de ellos y de su evocación materia de literatura –y no literatura cualquiera de ficción, sino esta de carácter testimonial que es El cristal de roca– indica, no sólo la importancia de unos acontecimientos mantenidos durante tantos años en la memoria, sino la confianza del autor en ellos para izarlos de nuevo a la superficie en un libro que, al fin y al cabo, es, en mi opinión un gesto de acción de gracias a la vida que José Luis Puerto ha llevado todos estos años.
Y desde esta perspectiva, Cristal de roca es también un libro agradecido ante cuanto nos rodea y hace mejor nuestra vida a diario. Por ejemplo, objetos como “un cuenco de aluminio”, o una morera que, nos dice el autor, sintiéndose y haciéndonos sentir cercanos a ella, que “terminaron talándola, como si su presencia molestara”.
Por ello, la anécdota inicial es esclarecedora: mientras otros niños están distraídos, él contempla embriagado un cristal de roca que le está diciendo cómo es el mundo. Esa colección de minerales de los primeros años acaba perdiéndose, pero ese cristal, como ya he señalado anteriormente, será siempre una alegoría de la manera de habitar plenamente esa estancia vital que a cada uno nos ha correspondido en nuestra biografía. Y la de José Luis Puerto, tiene que ver, y así lo señalará sucesivamente a lo largo de sus libros, con detenerse en lo pequeño, en lo que nadie se fija por su aparente insignificancia, pero que contiene encerrada en sí una profunda clave vital para lograr vivir la vida en plenitud. Ya llamé la atención en otra ocasión sobre la devoción de José Luis por lo que podríamos denominar la intrahistoria del entorno, una de las claves de su escritura.
Quizá por eso la primera parte del volumen se titula “estancias”, lugares que merecen ser habitados como el mejor hogar. En ella se muestra una colección de estampas, como habitaciones de la memoria, matizadas delicadamente hasta el detalle minúsculo, a manera de conjuro contra el olvido. Momentos llenos de luz, como esa casa del padre o el aprendizaje de la protección aprendida de la mano del abuelo, o de la lentitud cruzada por el amor. Estos espacios íntimos no son postales quietas, sino que están vivas e integradas en el presente, momentos enhebrados por la conciencia de haber forjado un carácter, una vida, un pensamiento, que han hecho del escritor J. L. Puerto ser hoy quien es.
Son relatos de experiencia de apariencia (como le pasa a la escritura) sencilla, pero que por debajo tienen una enorme profundidad. Como los icebergs a cuya potente imagen el cine nos ha acostumbrado, que todo lo que esconden es mayor y más profundo y con más fuerza y peso de lo que muestran. Existe una profunda verdad que tiene que ver con observar atentamente lo sencillo y elegirlo como manera de estar en el mundo, frente al ruido y al silencio, frente a las apariencias.
En ocasiones, los textos dibujan una escena del pasado, a veces un encuentro, a veces un aprendizaje o una emoción, a modo de paisajes que dibujan un mundo que hoy está desapareciendo, y que nuestros pequeños y jóvenes, tristemente, no podrán ya conocer. Un mundo en el que lo verdadero radica en lo sencillo, en el valor del encuentro con el otro, con sus ojos, y con su tacto, hoy, precisamente, y bien lo sabemos los profesores, en que los ojos se dirigen imantados en todo momento hacia las pantallas del móvil o del ordenador.
Una colección de momentos que nos hablan de la infancia de la vida de cada uno de nosotros, en los que palpita la vida verdadera, “tesoros”, como señala el escritor, esperanzadamente, protegidos, “semillas destinadas algún día a dar fruto, a hacerse prodigio en la caja de resonancia del corazón de los dispuestos”.
Las entradas tienen, por otra parte, un componente literario poderoso que es la clave de esa emoción que desborda cuando se lee el libro y que, en algunos momentos, es profundamente intensa. Así ocurre, por ejemplo, en el texto titulado “Oración de este día”, en el que se relata la escena de una niña pequeña que, mientras su madre vende pulseras en un mercadillo, ella se dedica a comer patatas fritas de una bolsa. Cuando ha terminado, los ojos del poeta se depositan en el gesto insignificante pero tan significativo de cómo la niña va recogiendo del asfalto las migas que se le han ido cayendo para llevárselas a la boca. Y esta escena llena de detalle y ternura termina con la oración de súplica del poeta deseando que esta niña tenga una vida llena de fulgor. Un texto, como tantos otros, delicado que habla del espíritu sensible de quien escribe. Una lección de cómo aprender a mirar el mundo para que nos salve y nos acoja, para que podamos ver el latido de esa luz rogada en cada momento que vivamos.
Esta obra está poblada de seres amados que son observados con detenimiento –y es, precisamente, en ese observarles con detenimiento donde se origina el amor del autor hacia ellos–, como si la escritura del poeta se hubiera vuelto cámara que va grabando cada instante, para ofrecérnoslo intocado, con la luz radiante que lo convierte en un ser vivo. Así, aparece la madre encendiendo el fuego cada día, convocando el amanecer que, en palabras de José Luis Puerto: “Y la luz se apoderaba de toda la cocina. Y parecía querer redimir la escasez y la pobreza. El aire de la madre, su soplo y decisión, obraban aquel milagro en cada amanecer” (83).
Luz que habita en los gestos cotidianos, y luz que ilumina con su música en los bosques, acacias, nogales (las), moreras… y también animales: la zorra, el gallo, el bastardo, el ciervo volador, pardales con sus trinos, trasuntos todos del paraíso perdido. El libro en su totalidad está lleno de una naturaleza que alienta la vida de los antepasados, y que es filtrada por los ojos del niño, por la mirada del poeta, que halla en ellos el reflejo de lo esencial frente al avance de la barbarie.
Cristal de roca es un libro que hay que leer despacio, paladeándolo, dejando que como orvallo tibio nos cale y nos impregne. Son textos que nos recuerdan que lo que hemos venido a hacer a esta vida no tiene que ver con grandes triunfos, grandes experiencias, grandes riquezas (“la pobreza y su música” reivindica en algún texto nuestro escritor), sino que todas las vidas deberían contenerse en la hondonada acogedora de la palabra “cuidado” o quizá “protección”, pronunciada con esa misericordia que guardan en su semántica escondida algunos términos, cuidado y protección de cada uno hacia todos los seres que nos han sido encomendados, y cuyo encuentro siempre delicado podría sintetizarse, como poderoso símbolo afectivo, en esa imagen de la madre (todas las madres) recostada, aparentemente dormida en un sillón, pero pendiente de todo lo que ocurre a su alrededor en el hogar, como ejemplo de entrega y de generosidad. Ese don es, precisamente, el que transmite al final del libro el autor. “Hay un júbilo de las cosas que solo los niños advierten”, escribe José Luis Puerto en uno de los textos de la segunda parte, titulado, precisamente “Júbilo de las cosas”.
Hay autores ante los que el crítico ha de hacer el esfuerzo retórico de inventar qué decir. Y hay autores en los que el crítico bebe hasta saciarse y desea escribir igual que aquel a quien humildemente reseña. Mi experiencia con la obra de José Luis Puerto siempre es la segunda, la de querer escribir como él, más aún, conociendo la verdad real en que arraiga su obra yo quisiera, como una experiencia de fe en la poesía, igualmente, que ante mi obra intuyese el lector una experiencia vital tan auténtica, coherente y honesta como la que es posible presentir cuando leemos a José Luis.
No puedo acabar esta presentación sino dando la palabra al autor a través de sus últimas palabras en el libro que ahora inauguramos y que resume cuanto hasta el momento hemos dicho. Pues no es la coda sino un ejercicio de evocación del tiempo perdido de la adolescencia de un sujeto lírico, el autor, tiempo perdido ahora traído nuevamente a la memoria a través de aquellos fragmentos de cristal de roca recogidos antaño y guardados quién sabe dónde. “Estén donde estén -nos dice el autor- hay algo en ellos de ti. Tu tacto, tu mirada, tu sensación de poseer tesoros, tu fascinación antigua, la certeza de saberte protegido por ellos. […]Estén donde estén esos cristales de roca que cogieras de muchacho […] quieres que sigan siendo luz, fulgor, claridad, transparencia… que acompañen siempre a tu palabra y le den su carácter.”
Termino aventurándome a decir que creo que esa contemplación mantenida del júbilo, a la que antes me he referido, es lo que hace ser al Poeta con mayúsculas. Porque en el poeta se mantiene intacto ese acercamiento a la realidad plenamente original que se nos concede como gracia durante el tiempo de la infancia. Y creo que este libro que hoy presentamos es el ejemplo perfecto y bellísimo de esta afirmación. El poeta grande que es José Luis Puerto mantiene vivo en él al niño que fue en su escritura. Sólo hay que leer Cristal de roca para comprobarlo.
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