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GENTE DE LIBROS

Hace dos semanas fui a Madrid al Retiro, a la Feria del libro. En nuestro mundo de selfies y apariencias las firmas de libros resultan un ejercicio extremadamente útil para domeñar y amaestrar nuestra vanidad, agazapada siempre y preparada para salir a escena a la menor ocasión. En ese sentido la Feria del Libro es una feria de las vanidades, si bien la presencia de los autores enriquece con nuevos colores el triángulo, evidentemente equilátero, que lectores y editores forman con quienes escriben los libros.
Lo peor de este triángulo, y recuerdo ahora al desaparecido Mario Muchnik, no es ninguno de sus lados, sino que los vértices formados por estos no cumplan su misión de relacionar y poner en contacto a las distintas partes del mundo del libro porque, como todo en la vida, conocernos ayuda a entendernos y a querernos. De ahí que el baile de máscaras del Retiro, donde autores, editores y lectores se entremezclan y hablan de sus respectivas habitaciones, sólo aparentemente aisladas, sea una buena ocasión para incrementar ese vínculo necesario.
A veces, no obstante, concluimos que es mejor la escritura que el trato con determinados autores; o que hay editores que mejor que sigan haciendo deliciosos libros porque las multitudes no son su hábitat más confortable. Sobre los lectores, claro está, todos sabemos que cada uno tenemos nuestras manías, y que a veces se las queremos contar a quien nos oiga. Con todo, escuchar al otro configura, también en este mundo libresco, algunos de sus más hermosos paisajes.
Dos anécdotas vividas me ayudan a ilustrar mis recuerdos de este año. Un famoso que se ha ganado a pulso desde hace décadas su pódium en los escenarios, y quien por cierto no es conocido por su faceta de autor de libros, se muestra ofendido y cabreado con sus editores al darse cuenta de que la cola de jóvenes que esperaban para comprar libros no lo hacía por él, sino por una (desconocida) escritora de novela erótica para adolescentes que firmaba y vendía los libros por docenas en la caseta de al lado.
En otro lugar, el mismo día, alguien compra dos novelas de Pascal Quignard y, mientras paga, le aborda en la misma caseta el autor de una novela de nuestros días, insulsa, instándole a ojearla. Al devolverla, pregunta por qué el autor: “No es mi estilo”, responde el lector. “¿Cuál es su estilo?”, añade el primero. “Pascal Quignard”, le contestan. “Ah, no lo conozco”, dice finalmente el autor dejando escapar la que creyó presa fácil.
¡Cuánta humildad necesitamos para equilibrar en nuestra balanza personal el peso de la vanidad! Aunque, todo hay que decirlo, a nadie le amarga un dulce, y resulta agradable encontrar lejos de tu casa a personas, a veces porque un conocido tuyo les habló de él, que van a comprar “tu” libro. Y bendita feria, también, que se abre a todos los gustos y a todos los colores. Tantos como ganas teníamos toda la gente de libros de salir a la calle ya. Desde El Retiro de Madrid hasta la Plaza Mayor de Salamanca, o donde el río de la vida nos lleve.
Precisamente de vuelta a Salamanca, pasada Ávila, leo un indicador en la carretera que dice: “Arroyo del Santo”. Inmediatamente evoco al “medio fraile”, como dicen que le decía santa Teresa. “Arroyo”, que enorme e inmensa palabra para quien escribió los versos de mayor caudal de la poesía en castellano hasta nuestros días. La verdadera fama, la gloria auténtica solo puede ser póstuma. Solo las obras, si realmente son grandes, ensalzarán los nombres de sus autores cuando ya de su paso por la tierra no quede huella alguna. Vano afán el de buscar cobijo a la muerte en el espacio de una línea en la cada vez más vasta Wikipedia.


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