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POESÍA, BELLEZA Y ESPERANZA

Actualizado: hace 2 días

La poesía y la belleza caminan de la mano, seguramente por esa idea a la que alude Octavio Paz cuando escribe que en el poema se pueden escuchar los ecos de la armonía universal. Los clásicos, fuente en la que siempre bebe nuestra cultura, asociaban la belleza a la armonía, al equilibrio y a la proporción, tres cualidades esenciales de lo poético, que es más o al menos antes, que su realización en el poema. Y, en este sentido, ya Platón señaló que la belleza es la única cosa espiritual que amamos instintivamente, puesto que cognitivamente es un recurso de nuestra supervivencia por su asociación con la felicidad que provee el placer estético , también, la experiencia espiritual.
Precisamente, la palabra poética es esencial para hablar de lo sagrado, de aquello que nos trasciende. De nuevo fueron los clásicos que fundieron en los trascendentales esa tríada de cualidades que fusionan la poesía, la belleza y la esperanza, como se denomina esta mesa, al hablar de la unión de la belleza, la verdad y el bien, como pautas para vivir la vida en plenitud, y también como guía de la escritura poética. La razón de esto está en la capacidad de la poesía de nombrar lo inefable, lo que está más allá de lo racional, porque conecta con la emoción y con la intuición. Como escribe el teólogo alemán Anselm Grün “lo bello despierta en nosotros un amor gratuito”, que es el primer peldaño en el ascenso hacia la plenitud sagrada.
Pero, sobre todo, porque para hablar de la belleza ha de hacerse con un lenguaje que sea fundamentalmente bello. Porque la poesía permite nombrar de una manera no habitual, no necesariamente lógica. El poema permite romper la estructura sintáctica, incorporar significados imposibles que cuestionan el orden acostumbrado del mundo. El lenguaje de todos los días está hecho para decir las experiencias de todos los días. Pero ¿cómo hablar, por ejemplo, de la experiencia de comunión con Dios experimentada por los místicos con el lenguaje que compartimos todos? Por eso, en los bordes, en los límites de la lengua cotidiana se instalan aquellas experiencias que también participan de esos límites. Recordemos que, en este sentido, en el “Prólogo” al Cántico espiritual confiesa Juan de la Cruz la dificultad que supone, para quien ha tenido una experiencia teofánica, su comunicación: “Porque ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde él mora, hace entender? Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden”, señala Juan de la Cruz. Por lo que, tras ese reconocimiento, se explica la razón retórica de la escritura lírica: “Que esta es la causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas antes rebosan algo de lo que sienten, y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con razones lo declaran.” Es decir, para hablar de lo que no puede ser dicho, se acude a la poesía. “Celebración dicente de lo indecible: -escribe hermosamente en un poema dedicado a Juan de la Cruz del poeta Hugo Mújica- sobre lo que no puede ser dicho es sobre lo que la poesía no puede callarse”. Lo cierto es que, como señala Valente (“Variaciones sobre el pájaro en la red”) la lengua poética ha sido la lengua originaria de lo sagrado en todas las tradiciones. La poesía es el lenguaje por excelencia para hablar de Dios y con Dios´
La poesía ha sido, a lo largo de la historia, un refugio donde la belleza se manifiesta en palabras, imágenes y emociones. La capacidad del poema para captar la esencia de lo bello radica en su habilidad para transformar lo cotidiano en algo extraordinario; a través del ritmo, la metáfora y el lenguaje evocador, la poesía revela matices ocultos de la realidad, permitiéndonos experimentar la belleza en sus formas más puras y profundas.
Pero la belleza que la poesía expresa no es solo estética, sino también espiritual y emocional. En muchos sentidos, la poesía tiene el poder de salvar al individuo del vacío, el dolor o la desesperanza. Leer o escribir versos puede convertirse en un acto de redención, donde quien se siente perdido encuentra consuelo y sentido en la armonía de las palabras y la profundidad de los sentimientos compartidos. La poesía, entonces, se convierte en un puente hacia la salvación; es decir, en una vía para reconciliarnos con nosotros mismos y con el mundo.
Dios que habla al hombre a través de la grandiosidad y de la belleza de su creación. Es la experiencia de los místicos, y en menor medida, la de los poetas. En este contexto hay que recalar, sin duda alguna, en el poeta por antonomasia, en el místico San Juan de la Cruz, quien en su Cántico Espiritual buscaba al Amado entre los bosques y las espesuras. Les pregunta a estos por la razón de su anhelo. Nunca hubo una pérdida más hermosa, ni una búsqueda más pródiga. Una pregunta ansiosa inicia el discurrir del canto (¿Adónde te escondiste Amado?). El Amado se esconde en las criaturas, y por eso la Amada sale a buscarlo en ellas, reconociendo que las gracias que estas poseen proceden de esa Mano con mayúscula. Los místicos han evocado habitualmente la belleza ultraterrena en términos de la belleza mundana. Continúa San Juan de la Cruz, tras la unión transformante en el Amado: ¡Mi amado, las montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos […]   
Pocas veces la ausencia de un verbo (mi amado, las montañas) ha sido tan intuitivamente expresiva. Una ausencia verbal que identifica plenamente Amado y mundo en una sucesión de frases nominales en vertiginosa cascada. El amado no es “como las montañas”, sino que es plenamente las montañas y los valles y las ínsulas, y los ríos y el silbo de los aires… La vida hermosa en la tierra apunta así a otra vida más hermosa que nos esperará después de esta.
En este sentido hay que recordar también la respuesta que Dios le da a Job cuando este le pide ayuda, una réplica de Dios que suele pasar desapercibida cuando se habla del Libro de Job, creo yo, que por la tendencia que tenemos culturalmente a hacer hincapié en la entereza del hombre ante el dolor, en lugar de en el regalo que Dios desenvuelve al final de este libro ante nuestros ojos para que lo disfrutemos. Dios le responde a Job de esta manera, desplegando ante él las maravillas de su creación (Jb, 38): ¿Dónde estabas cuándo cimenté la tierra? (…) ¿Quién señaló sus dimensiones? –si lo sabes– ¿o quién le aplicó la cinta de medir? ¿Dónde encaja su basamento o quién asentó su piedra angular  (…) ¿Quién cerró el mar con una puerta  cuando salía impetuoso del seno materno, cuando le puse nubes por mantillas y niebla por pañales,  […] ¿Has entrado por los hontanares del mar o paseado por la hondura del océano? […] ¿Tiene padre la lluvia?,  ¿quién engendra las gotas del rocío?, […¿Quién cuenta sabiamente las nubes
y vuelca los cántaros del cielocuando el polvo se funde en una masa y los terrones se amalgaman?
Y así sigue Dios abriendo el abanico de su belleza –y les animo a que lean con calma el pasaje completo luego en casa– ante un hombre que, como nosotros hoy, debió de quedarse pasmado ante tal respuesta y que, tras ella, no pudo sino rendirse humilde: “Te conocía solo de oídas,/ ahora te han visto mis ojos”. Y fíjense que dice “te han visto mis ojos” y no lo que sería esperable “te han escuchado mis oídos”. Esto es así porque, ante la descripción de un paisaje tan grandiosamente hermoso, quien escucha no puede sino activar vivamente su mirar interior. No en vano en muchas culturas el ojo es símbolo de un mirar superior. Sin duda alguna, el redactor del Libro de Job era un gran poeta.
No son pocos los libros que en la biblia adoptan la forma lírica para hablar de la belleza del mundo como reflejo de la belleza de Dios. Podemos escuchar sus cánticos. En el “Eclesiástico” podemos leer: “Belleza del cielo es el resplandor de las estrellas”… o “Mira el Arco iris y bendice a su hacedor”. O en los Salmos: “Amo, Yavhe, la belleza de tu casa”, o también: “admirar la belleza de Yavhe/ contemplando su templo”. En Isaías: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz”… Y, por supuesto, en los Evangelios el mensaje de Jesús cruzado por la mirada y la palabra lírica: campos, pájaros, lírios, un pastor al que se le extravía una oveja, un regalo de bienaventuranzas para los hombres heridos, tristes o frágiles… Es un mensaje lleno de belleza dirigido a los hombres de corazón limpio.
En definitiva, la relación entre poesía, belleza y salvación es íntima y compleja. La poesía nos enseña a percibir la belleza donde otros ven oscuridad, y esa visión puede rescatarnos en los momentos más difíciles. Así, la poesía no solo embellece la existencia, sino que también la salva, devolviéndonos la esperanza y la humanidad.
Vivimos en un mundo de prisas y de agobios que no favorece la respiración creyente y la mirada profunda y agradecida sobre la realidad. Pero todo nuestro mundo apunta a su creador y deberíamos sosegar un poco nuestro tiempo para poder nombrarle en plegaria silente cada día. Disfrutar también como cristianos de toda esta hermosura que nos rodea, y que nos nombra permanentemente nuestro destino: el esplendor pascual horizonte que debería llenar de gozo nuestra vida.



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