UN CUARTO DE SIGLO DESPUÉS
- Asunción Escribano
- 8 jun
- 6 Min. de lectura
Ayer, 7 de junio de 2025, la primera promoción de alumnos a los que impartí clase en la Facultad de Comunicación de la UPSA celebró sus 25 años de licenciatura. Tuve el honor de ser elegida como su madrina. Este fue mi discurso.
Muchos años después, frente a la promoción de 1996-2000, la profesora Asunción Escribano habría de recordar aquella mañana en que los mismos ojos, con un cuarto de siglo por vivir todavía, la miraban abortos a ver qué les decía. Eran mediados los años 90 y la profesora contaba que Ignacio Ramonet decía que “informarse cuesta”, y que había que ser crítico, como comunicador y como persona. Como entonces la IA no existía, era todo más difícil pero más ilusionante. Y, como en ese inicio de la novela de García Márquez, el mundo de aquellos estudiantes, vosotros, era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para hablar de ellas la profesora tenía que señalarlas con el dedo.
QUERIDAS AUTORIDADES ACADÉMICAS, QUERIDOS COMPAÑEROS, QUERIDOS EX-ALUMNOS, HOY YA COLEGAS DE PROFESIÓN Y, POR ENCIMA DE TODO, QUERIDOS AMIGOS:
Vosotros fuisteis mi primera promoción. Mis primeros alumnos. Por eso, ocupar este lugar hoy, como madrina de este reencuentro, no es solo un honor: es una emoción profunda, difícil de verter en palabras. También, una hermosa responsabilidad: la de custodiar con gratitud este hilo invisible que nos une, y que comenzó a tejerse hace ya un cuarto de siglo cuando, como Ulises, cada uno de vosotros (y de vosotras) abandonasteis esta Ítaca académica.
Ojalá hayáis conocido ciudades donde la vida se saborea a sorbos lentos, donde las palabras se convierten en puentes y no en muros, y donde cada paso haya tenido sentido por el simple hecho de ser vivido. Ojalá sin cíclopes ni lestrigones… o al menos habiéndolos reconocido a tiempo. Porque como el poeta Kavafis advierte, esos monstruos no habitan realmente en los caminos, sino dentro de nosotros. Y yo, que os vi zarpar, sé que en vuestros ojos no habitaban monstruos ni tempestades, sino la promesa limpia de quienes se saben llamados a construir con palabras —vuestra herramienta, vuestra vocación— un mundo un poco más claro, un poco más justo, un poco más humano.
Con algunos he tenido la suerte de seguir coincidiendo a lo largo del tiempo, compartiendo profesión. Con otros, la vida no me ha dado esa oportunidad. A algunos os di clase, a otros no. Pero os siento a todos igualmente cercanos, como si hubiéramos compartido mucho más que un aula. Y lo hicimos. Compartimos un tiempo, un comienzo, una promesa. Y esos momentos, cuando se viven con autenticidad, dejan una huella indeleble. Un vínculo que trasciende los calendarios.
Qué deciros hoy, en la era de la inteligencia artificial y las redes, que no hayáis aprendido ya en vuestro viaje. Entonces os hablaba de Ignacio Ramonet y de Noam Chomsky, la palabra al poder y la rebelión por base. Hoy todo eso parece inservible ya. La vida, como al toro el hombre a caballo, ha dado su rejón. Han sido muchos años de pasar por mis manos ojos como los vuestros, atentos. Y siempre he pretendido devolverlos intactos, aunque fortalecidos, a quienes os traían a esta universidad, y lo hacían no exentos de cierto rito sagrado, como quien lleva a cabo una encomienda.
Recuerdo con nitidez a vuestro grupo, como si los años pasados no lo fueran del todo. No fue únicamente por los nombres. Mi recuerdo es más hondo: lo que perdura es una energía particular, una vibración compartida que se manifestaba en vuestra forma de pensar, de cuestionar, de creer y crear. Erais —y seguro que seguís siendo— uno de esos grupos raros, excepcionales, que no solo ocupan un lugar en el aula, sino también en la memoria y en el ánimo de quien tiene la fortuna de acompañaros. Dejasteis huella, de esas que no se borran fácilmente, porque se infiltran con suavidad en la experiencia de quien os observa. Había en vosotros un entusiasmo genuino, una curiosidad casi luminosa, que pocos grupos han sabido igualar desde entonces.
Entonces, como cantaba Ismael Serrano, “éramos tan jóvenes que todo nos nombraba”. Todo estaba por hacerse, por decirse... Y vosotros teníais ese don tan puro de nombrarlo todo: de ponerle palabras al asombro, al deseo, a la rebeldía y a la esperanza. Hoy, al volver a encontrarnos, compruebo que aquella energía primera sigue viva. Que la juventud de entonces se ha transformado en mirada amplia. Lo dijo hermosamente y para siempre Neruda: “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”. Sin embargo, os podría dedicar a cada uno de vosotros, sin temor a equivocarme, los versos de Eloy Sánchez Rosillo que matizan al chileno: “Hay dentro de quien eres/ toda la multitud de los que has sido”.
En las clases prácticas de lengua solía proponeros un desafío, en apariencia sencillo, pero que, en su fondo, encerraba una invitación a adentrarse en lo más profundo de cada uno. Y con ese simple pero poderoso acto de escribir, abríamos una puerta a mundos que solo existían en el vasto paisaje interior de cada uno de vosotros. Luego os invitaba a compartir esos textos en voz alta, con una valentía por vuestra parte que me sorprendía cada vez. Un gesto aparentemente trivial que escondía una carga simbólica profunda. Leer en voz alta lo que uno ha escrito no es simplemente pronunciar palabras. Es un acto de vulnerabilidad, es permitir que los demás vean, aunque sea por un breve momento una fracción de ese mundo interior que, por lo general, mantenemos a salvo tras las murallas de la privacidad. Y en ese instante, cuando la voz se alza para dar vida a lo escrito, la distancia entre lo privado y lo que se muestra se desvanece, y lo que antes era una idea en silencio se convierte en un latido compartido con los demás.
Escucharos, dejarme llevar por el ritmo de vuestras voces al contar lo que habíais creado, fue para mí una de las experiencias más hermosas que me ha otorgado la docencia. Porque en cada palabra se encontraba el resplandor de vuestro mundo. Y esa belleza, esa capacidad de arriesgarse a ser escuchados, a mostrarse sin filtros, fue lo que me enseñó, a mí también, que el verdadero valor de la enseñanza no reside solo en lo que se transmite, sino en lo que se comparte, en lo que se arriesga y se da, con la confianza de que el eco de esos pequeños momentos reverberará mucho después. Era la intuición profunda de que la escritura nace del pulso mismo de la vida, y así lo compartíamos en aquellas clases que aún guardo en mi recuerdo como pequeños fuegos encendidos.
El lenguaje es el barro que moldea la realidad. Con palabras armamos discursos, sí, pero también afectos, pertenencias, identidades. Somos la suma de los relatos que nos contaron en la infancia, pero sobre todo, somos el relato que, cada día, volvemos a contarnos de nosotros mismos. Cada uno narráis vuestra propia existencia a través de un hilo invisible que borda el sentido de vivir. Elegir esa narración, asumirla y sostenerla, es quizá uno de los actos más íntimos de libertad. Nos constituye como personas lúcidas, nos permite no sólo comprender el mundo, sino también comprendernos en él, como quien se reconoce en un espejo que ha aprendido a mirar con amor y con verdad.
En una carta que Rainer Maria Rilke escribió a un joven poeta dice algo que quiero recordar hoy: “Busque dentro de sí la razón que lo impulsa a escribir. Averigüe si extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Admita que, de serle vedado escribir, se moriría.” Creo que muchos de vosotros podríais decir algo parecido. Que si os quitaran la palabra, la posibilidad de contar, de escribir, de hacer visible lo invisible…, algo esencial se apagaría. Porque la vocación no siempre es un grito, a veces es un murmullo persistente, una pulsión que nos acompaña desde siempre y que nos dice, en voz baja, pero firme: “esto es lo que soy”. “Ser periodista –dijo García Márquez– es tener el privilegio de cambiar algo cada día”. Cambiar algo. Aunque sea pequeño. No hay mejor definición del compromiso de quienes os formasteis para trabajar con la palabra.
A lo largo de estos 25 años, cada uno de vosotros habrá seguido su propio camino. Algunos estaréis ligados a la comunicación; otros habréis explorado otros rumbos. Habréis tenido, sin duda, éxitos y fracasos, decisiones acertadas y otras no tanto. Así es la vida. Pero lo que importa es que, en ese camino, hayáis podido ser fieles a vosotros mismos. Que hayáis conservado intacto ese fulgor que yo veía en vosotros cuando erais estudiantes: el del del asombro, el de la pasión, el de la curiosidad.
La vuestra es la mejor de las edades: la de ahora, pues aúna ya el pasado y el futuro; lo está tocando a este con los dedos al tiempo que mantiene en el recuerdo aquello que hace tiempo que pasó. La vida, al fin y al cabo, es un puñado de algunas cosas sencillas: una -o varias- personas a la que amar y con las que caminar hacia el horizonte, persiguiendo la utopía, alguien a quien cuidar y, tal vez, ese libro que llevar a la isla o el papel donde escribir ese regalo para vosotros mismos. Apenas cuatro cosas. Y lo demás, se nos dará por añadidura.
Finalizo estas palabras reiterando mi agradecimiento y mi alegría. Agradecimiento y alegría por veros de vuelta en casa. Gracias por permitirme ser parte de este reencuentro. Gracias por volver, por no haberos marchado, por traer este pedazo de memoria compartida. Y, sobre todo, gracias por recordarme, 25 años después, por qué elegí ser profesora.
Muchísimas gracias a todos.

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