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UNA ESTÉTICA VITAL: TRATADOS DE ARMONÍA DE ANTONIO COLINAS

Tratados de Armonía es, seguramente, la obra que más define a Antonio Colinas, pues en ella, además de una concepción literaria de la escritura está, sobre todo, una mirada sobre la vida y su sentido. Una estética vital en la que se encarna esa unión entre poesía y vida que en tantas ocasiones Antonio ha citado como poética propia. Nacen de la contemplación, señala el autor, de una impresión vivida sin prisas en medio de la naturaleza.

Este libro que ha publicado Siruela contiene los tres tratados de Armonía anteriores a los que se añade un último, por el momento, tratado que incorpora aspectos novedosos como Una lectura de Boris Pasternak, también, a partir de un viaje a Jerusalén, la incorporación un Cuaderno de reflexiones, o un tratado final sobre el respirar.

Sus entradas son como sedimentos vividos, (escritas durante mucho tiempo y dejadas reposar antes de su publicación) que expresan la mirada de un hombre tranquilo, un hombre que ha conocido la armonía, una mirada piadosa sobre la realidad, y también compasiva a la hora de enfrentarse a todas las cosas heridas que aparecen ante sus ojos.

Igualmente hay que señalar que entre estas páginas se encuentra el fruto de un diálogo con la naturaleza en toda su plenitud, de las que se derivan símbolos como el centro, la luz, la noche, el agua, o aprendizajes como el de la respiración consciente. Asimilando las lecciones contrarias a la prisa, la inquietud o el desasosiego. Porque la vida tiene su lenguaje para comunicarse con nosotros, aunque, con frecuencia, nos hayamos olvidado de escucharla.

Si tuviera que definir esta escritura, quizá, hablaría de poesía prosificada, porque comparte con aquella la energía, la belleza, la música, la mirada, y de la prosa sólo toma la forma. A la vez que incluye elementos igualmente de los aforismos, por su lucidez, y también reflexiones, o impresiones en el volcado emocional de los textos. Quizá lo más acertado sea decir que, situados estos pensamientos en la estela de Leopardi, podrían ser considerados, como hace el autor, como “contemplaciones”.

Antonio Colinas narraba hace tiempo en el Primer tratado de Armonía cómo empezó a trabajar en estos textos en los primeros días de 1986 que, en su inicio pensó ser serían nuevas páginas de su Diario, pero que luego por el tono no tenía que ver con la crónica de lo cotidiano, se dio cuenta de que estaba entrando en otro terreno. En este caso su carácter reflexivo, a la vez que su escritura lírica, hacen de ellos un tipo de texto de lectura agradabilísima y enriquecedora. Es un trabajo que se ha ido escribiendo a lo largo de más de 40 años de vida.

Desde el título nos situamos en esa dualidad: tratados de Armonía. El concepto “tratado” alude al “Escrito o discurso de una materia determinada”, pero la palabra Armonía tiene que ver con algo más intangible: con la concordancia o comunión entre las cosas, sean estas sonidos, palabras o estados de ánimo. Es esa energía imperceptible que genera la bondad, también en la escritura. Y en este libro se impone la armonía sobre cualquier otra mirada. De esa armonía, difícil de definir porque es un estado más que emocional, vital, ha dicho Colinas que es el “hallazgo de la plenitud de ser; pero después de pasar por la dificultad y de todo tipo de pruebas. Nada que ver con lo evanescente o la pasividad.”

Igualmente, esa armonía implica la experiencia derivada de la suma de los contrarios: la vida y la muerte, el instante presente y el discurrir del tiempo, la noche y el día, el conocimiento y la barbarie… y tantos otros que obligan a asumir la dualidad y superarla. Surgen de igual modo, de una fusión entre lo más pequeño, el microcosmos, y lo más grande, el macrocosmos. En esa reconciliación de los opuestos se llega a un estado de plenitud. Esa plenitud ha sido señalada por José Luis Puerto cuando ha escrito que: “la armonía apunta a la unión del hombre con el cosmos, fracturada hace ya tiempo; a la superación de todo tipo de escisiones que nos toca vivir; a la superación de los contrarios; y también a la recuperación del sentido sacro de la realidad, de la vida, perdido en el transcurso de la historia”.

De este modo, toda la obra de Antonio Colinas busca transmitir esa unidad. Consiguiendo convertir esta escritura en un reflejo de esos valores trascendentales, el bien, la verdad y la belleza, que han sido defendidos desde antiguo y que cruzan la historia de la literatura recalando en las mejores obras de los mejores escritores.

Y, de aquí, el diálogo con tradiciones diferentes, en las que se puede rastrear esa idea de la existencia de una “filosofía perenne”. En concreto en este libro, que es la suma de todos sus tratados de Armonía, desde el inicio suma miradas precedentes: “Hay días para leer y días para pasear, días para penar y días para gozar, días para plantar árboles y días para quedarse inmóvil en el lecho” señala en uno de los primeros textos del primer libro como homenaje y concordancia con el Eclesiastés. Es esa sabiduría que sólo puede nombrarse desde dentro, desde la experiencia interior, como viaje íntimo, como fusión verdadera entre la vida y la creación. O también en no saber nada socrático, cuando se afirma que hay momentos en que no se sabe nada, y se acepta ese no saber como camino.

Hay que señalar que hay un pensamiento sincrónico, que aparece recogido en todas las etapas de la historia, en todas las corrientes de carácter espiritual, entendiendo este término “espiritual” de manera genérica, que se manifiesta también en esta obra. Por ello también en pueden entenderse como un diálogo asumido con distintos escritores, entre los que se encuentran San Juan, Santa Teresa, San Agustín, los maestros renanos y flamencos de la “mística universal”, los padres del desierto, los clásicos, en el amplio sentido de la palabra: Platón, Aristóteles, Manrique, Machado, Cervantes, Lope de Vega, María Zambrano, Stendhal, Dante, Pound, Rilke, Stevenson, Hermann Hesse, Pasternak, Victoria Cirlot, Jung o Jünger y tantos otros…, con los que dialoga Colinas en profundidad. También lo hace con toda la literatura y la tradición oriental recogida, entre otras corrientes, en el Budismo o en el Taoísmo, tan querido para él, con los que se confluye en esos conceptos en los que se asimila el libro: plenitud, amor y verdad.

Igualmente, en esta obra se podría decir, casi, que se encuentran integrados muchos de los grandes temas que han preocupado al hombre y que ha plasmado a través de la historia en el arte y en la literatura:

Entre ellos, por ejemplo, las reflexiones sobre la verdad, ese término hoy malogrado cuando se le precede con el posesivo “mi verdad”, del que Colinas de pregunta “¿Existe una sola verdad o muchas verdades?”, y a lo que contesta que “quizá todo sea a la vez uno y diverso”, y continúa: “Hoy como ayer y como siempre, fundir armónicamente los extremos es el gran don que perseguimos”. Esa verdad honda es asimilada en esta obra con la verdad de la naturaleza con la verdad de la vida.

El libro está cruzado, de igual modo, por la revelación de una forma respetuosa de entender el paisaje con el que se dialoga en plenitud: “¿De dónde nace la llamada de la tierra? se pregunta Colinas al inicio del “Nuevo tratado de Armonía?, para responder “En el día en plenitud, las manos buscan en la tierra el vacío y la fertilidad, la nada y el todo. Y ese gesto reconforta y sana, porque unifica los contrarios”.

También la música es espacio de unidad y de concordia (Monteverdi, Bach, Händel, Chopin, Boccherini…) y también una manera de comunión con el universo.

El libro podría considerarse como un catálogo de asombros. Por ello no es extraño encontrar, de igual manera, reflexiones sobre animales (la mirada del perro), o sobre pájaros que ascienden, sobre árboles (el álamo que busca la luz), bosques con sus claros, piedras que hablan un lenguaje de siempre, sobre las plantas más pequeñas, o el perfume del jazmín que hace de todo uno, los acantilados con su abismo, el cielo, las estrellas, la lluvia y los aromas de la infancia, todos los paisajes comunican en la obra los caminos que permiten al hombre hallar su luz interior: “Instintivamente buscamos en lo hondo la plácida sombra, nuestra propia luz interior. Buscamos lo blanco en lo negro, escribe A. Colinas.

También los sueños, y su sincronicidad con lo real sirven de guía. Por ejemplo, hay un pasaje sorprendente en la última parte del libro, en él se relata cómo el escritor sueña que está en el claustro de una iglesia abandonada y que es ayudado por una mano amiga a subir por una escalera de caracol. Días después, escribe nuestro autor, se encuentra frente a la imagen soñada en la visita del antiguo monasterio de San Francisco. Es esa sincronicidad que, en la escritura, genera igualmente momentos de sintonía con otros autores. Momentos denominados por José Hierro como “influencias inconscientes” y por Jung como “arquetipos” que tienen su asiento en el inconsciente.

Incluso la muerte, y su reverso, el mal, expresado cotidianamente en la infamia, la envida, la mentira o la difamación, tienen su cobijo en esta obra, pero no son estos unos pensamientos tópicos o esperables y resultado de lugares comunes, sino que sobre ellos deposita Colinas la mirada más lúcida cuando afirma que la muerte “siempre suele acabar llegando a causa de la ausencia del amor”; de la infamia escribe, por su parte, que “suele resecarse con la llegada del mínimo rayo de sol, con el paso del tiempo”.

Como he señalado al inicio, El cuarto tratado de Armonía incorpora muchos textos nuevos y ocupa casi la mitad de la obra. Se inicia con una interesantísima lectura de Boris Pasternak, a partir de su novela El doctor Zhivago. De este autor, que además de novelista, relatista, y traductor, fue un gran poeta, afirma Colinas que su “poética de la radicalidad", “no puede comprenderse sin el concepto de libertad”. Antonio Colinas reflexiona en los Tratados de la Armonía sobre la situación de Pasternak distanciado ya de la revolución bolchevique, pero a quien la concesión del Premio Nobel libró -seguramente- de su detención, y al que Stalin tuvo simpatía, algo que se refleja en la nota al margen del informe policial sobre el escritor en el que dirigente soviético escribió: “no toquéis a este habitante de los cielos”.

Realiza, así, una lectura hermosa de la obra El doctor Zhivago, en la que dibuja un personaje principal, trasunto -seguramente- del propio autor, que busca y valora la libertad y la soledad en un mundo sometido, dividido y en guerra, con momentos que destellan en su análisis. Así, por ejemplo, la asociación del momento en que la protagonista Lara siente cómo repican las campanas de las iglesias de Moscú y que Colinas vincula hermosamente al momento en que Teresa de Ávila y su compañera entran en secreto a fundar en Salamanca. Esta noche de Ánimas, también repicaban las campanas de la ciudad. Y señala Antonio Colinas cómo en circunstancias de crisis se da esa llamada insistente de lo que remite a lo sagrado que puede señalar el camino. El libro de Pasternak está cargado de símbolos, y de alusiones al arte como salvador, de referencias evangélicas, según señala Colinas, en que “la naturaleza aparece (…) como una realidad absoluta muy parecida a la de los poetas y filósofos orientales y a la de los románticos.” Concluye Colinas que “Lo que une a los mortales y es inmortal: el amor. Lo que los separa: la ausencia de armonía, generadora del odio”.

Especialmente hermoso es, en esta parte final del libro, el apartado titulado “Del cuaderno de Jerusalén”, escrito a partir de un viaje realizado a la ciudad Santa. En esta ciudad de dualidades, dominada -como señala Colinas- por una “extraña Unidad” y por un enorme magnetismo derivado de su carácter sagrado, es posible encontrar siempre la presencia de elementos y espacios salvíficos y sanadores. Qumrán, el Santo Sepulcro, las ruinas, el huerto de los Olivos, Betania, Jericó, La puerta de Sión, son todos ellos paisajes que hacen pensar a Antonio Colinas, como una oración íntima. en el texto del Salmista: “Que reine la paz dentro de estos muros”.

Como hemos visto, paisajes, viajes, lecturas, experiencias, símbolos…de todo encuentro infiere Antonio Colinas una experiencia esencial que conecta con el sentido de la vida. Los Tratados de Armonía es una hermosura de libro del que uno tiene la sensación de volver de un viaje largo y encontrarse de nuevo en casa. Es como un vaso de agua fresca cuando uno tiene sed. Como una conversación con un amigo. O como mirarse en un espejo y ver el mejor yo que nos habita.

De este libro Antonio Colinas ha declarado en Babelia, el 7 de mayo del 2022, que es un viaje interior. Pero bien podría calificarse, también, desde el punto de vista del lector, como un viaje profundo y enriquecedor porque, tras su lectura, uno siente que, además de sabiduría, se le ha comunicado un estado anímico sereno, reflejo de esa vibración armónica entre la vida y la escritura y, por tanto, también entre la lectura y la vida.

Después de estar muchos años dedicándome a enseñar y escribir sobre literatura, he pensado muchas veces si la literatura tiene que tener una misión, si tiene que servir para algo que no sea estar y ser simplemente ella misma, o permitir como escribió Quevedo y reformuló Chartier “Escuchar con los ojos a los muertos”. Lo cierto es no tengo una respuesta clara, pero si tuviera que tener un sentido, estoy convencida que sería este que poseen los tratados de Armonía de Antonio Colinas: hacernos mejores tras su lectura, transmitir esos valores humanísticos que nos hacen crecer como seres humanos, y permitirnos hallar el sentido de todo lo que nos rodea, y con ello, también, lograr una manera íntima de felicidad… Así que no puedo por menos que decirles que -por favor- lean los tratados de Armonía, que no pierdan esta oportunidad de ser mejores y -también- de ser más felices.



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